*** La carga simbólica del caudillo perdura en a medida que simboliza la posibilidad de hacer cuentas con la historia, comentó Salvador Rueda Smithers
*** Dentro de la Cátedra Carlos Monsiváis del INAH, el historiador disertó en torno al proceso revolucionario iniciado en 1910 y el desarrollo de arte en nuestro país
A pesar de que las ideas pueden volverse viejas con el tiempo, y que hasta el tiempo y los muertos mismos mueren, parafraseando al poeta Luis Cardoza y Aragón, para el historiador Salvador Rueda Smithers, es notable el modo en que las imágenes de ciertos protagonistas de la Revolución Mexicana se han vuelto iconos en el presente, adoptadas por nuevos grupos y reanimadas bajo nuevas circunstancias.
“Pensar en reivindicar el Plan de Ayala es un juego retórico, porque ya no existe la realidad imperante en 1911, pero Zapata evoluciona, se amolda a las necesidades de los tiempos, lo mismo representó a sindicatos de albañiles en los años 70, que a indígenas chiapanecos en los 90; actualmente, vemos su imagen con un peinado punk, acogida por ecologistas o por un escuadrón de combate alemán”.
Al dictar la conferencia La primera revolución social del siglo XX, como parte de la Cátedra Carlos Monsiváis, organizada por la Secretaría de Cultura del Gobierno de México, a través del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH) y la Dirección de Estudios Históricos (DEH), el investigador disertó en torno a la resistencia de la carga simbólica del caudillo morelense.
“Mientras que los rostros de Madero y de Obregón se han disuelto, y se mira con recelo a Carranza, los indígenas, los luchadores por los derechos humanos en lo general y los activistas de género en lo particular, los chicanos y muchas personas retoman a Zapata, porque simboliza la posibilidad de hacer cuentas con la historia, de que no todo tiene que ser como es”.
De igual manera, el también director del Museo Nacional de Historia (MNH) “Castillo de Chapultepec” reconoció la amplitud de estas adopciones, las cuales ocurren en todos los niveles y márgenes sociales, de modo que, “la gente también otorga un peso a rostros como el de Francisco Villa, tatuando, por ejemplo, su imagen como una alusión al rol de Villa como señor de la guerra”.
En la conferencia virtual, transmitida por INAH TV en YouTube, Rueda Smithers hizo un recorrido paralelo entre el desarrollo del movimiento revolucionario y la historia del arte.
De este modo, recordó el desfile organizado por el gobierno de Porfirio Díaz para conmemorar el centenario de la Independencia, un evento que, mencionó, resalta por la estereotipada representación de culturas indígenas, como la texcocana, la maya o la mexica.
El porfiriato, agregó, promovió que el arte plasmara a personajes como Cuauhtémoc o Moctezuma Xocoyotzin, a partir de cánones academicistas y netamente europeos, tal como dan cuenta los relieves del escultor Miguel Noreña, o las pinturas finiseculares de Adrián Unzueta.
A partir de 1920, se generaron representaciones innovadoras en torno a los mismos personajes por los artistas porfirianos. Una de ellas, creada en 1924, es el mural de Cuauhtémoc, pintado por Diego Rivera en 1924, dentro de los muros de la Secretaría de Educación Pública.
En esta obra, describió, Rivera construyó al líder mexica desde tres iconos: una onda que porta en sus manos, aludiendo al mito virreinal de que Cuauhtémoc usó esta arma para arrojar la piedra que fulminó a Moctezuma II; el cuenco con brasas que porta una mujer sentada frente al tlatoani, indicando su martirio; y la soga que otra indígena sostiene como una representación del ahorcamiento del gobernante indígena durante la fallida marcha de Hernán Cortés a las Hibueras.
El arte, concluyó Salvador Rueda Smithers, acompañó a un proceso armado que estaba convencido de que un México nuevo debía surgir. “El país que nacería de la Revolución Mexicana no podía ni debía simplemente añorar la vuelta a la paz, si esto implicaba volver a la paz porfiriana”.