Lina Odena Güemes. Ilustración Nathalia Colmar.

Por: Boris Berenzon Gorn

Boris Berenzon Gorn



Para Lina Odena Güemes Herrera, comprender la historia de los pueblos originarios no solo significa reconstruir hechos pretéritos, sino establecer un diálogo respetuoso con sus formas propias de narrar, sus cosmovisiones y lenguajes simbólicos. La recuperación de fuentes como la Historia Tolteca-Chichimeca representa un acto de justicia histórica que implica reconocer y validar la epistemología indígena, superando así las interpretaciones coloniales y eurocéntricas que han distorsionado tales narrativas.

 

Este enfoque permite que la historia deje de ser un relato impuesto para convertirse en una memoria viva, transmitida y transformada en las comunidades, reconociendo su continuidad cultural y su derecho a contar su propia versión del tiempo, del espacio y de las relaciones sociales. En este sentido, la antropología se vuelve un puente destinado a facilitar el entendimiento intercultural, privilegiando siempre la voz y perspectiva de quienes han sido históricamente silenciados y marginados.

 

Durante sus más de cinco décadas en el Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH), Güemes ha construido una antropología sensible a las comunidades indígenas, crítica del extractivismo cultural y lúcida frente a las formas en que el neoliberalismo opera en el terreno simbólico.

 

En una reciente entrega de preseas a investigadores del INAH, expuso con contundencia las contradicciones del turismo cultural: “El turismo da empleo, es cierto, a cientos de trabajadores, pero es un empleo mal remunerado, de servicio a vacacionistas.” Frente al discurso celebratorio que presenta a esta actividad como motor de desarrollo, recordó que, regularmente, beneficia solo a grandes consorcios transnacionales, mientras que las comunidades se ven desplazadas o precarizadas.

 

Esta crítica no es una postura aislada, sino parte de una ética que ha guiado toda su trayectoria. Desde sus años en la Escuela Nacional de Antropología e Historia (ENAH), comprendió que la historia antigua de México debía contarse no desde el exotismo ni la glorificación, sino desde la voz misma de los pueblos indígenas.

 

Su trabajo en la edición crítica de la Historia Tolteca-Chichimeca, publicada en 1976 junto con Paul Kirchhoff y Luis Reyes García, no solo fue un aporte filológico y documental, sino un gesto de restitución histórica. El códice en cuestión, donde se narra el peregrinaje de los pueblos chichimecas hacia el Altiplano, es una pieza clave para pensar la continuidad indígena como una realidad viva y no como una reliquia.

 

En su labor docente, que ha marcado a generaciones de estudiantes de etnología, Güemes Herrera es una figura tutelar. Sus alumnos relatan no solo su vasto conocimiento de fuentes históricas y etnográficas, sino también su capacidad para llevar el debate académico hacia preguntas esenciales: ¿Para qué y para quién investigamos? ¿Qué responsabilidades asumimos como antropólogos frente a las comunidades que nos abren sus territorios y saberes? A partir de estas preguntas, enseñó a leer códices, a dialogar con tradiciones orales y a nunca perder de vista la dimensión política del trabajo de campo.

 

Su labor docente ha marcado a generaciones de estudiantes de etnología en la ENAH. Foto: Melitón Tapia, INAH.

 

En una entrevista que ofreció durante la Semana de la Investigación en la ENAH, encuentro académico realizado en 2016, profundizó en su mirada crítica: el patrimonio cultural, si no se gestiona con justicia social, se convierte en mera escenografía para turistas, ignorando —y a veces ocultando deliberadamente— la marginalidad que rodea a los sitios arqueológicos. “Es un espectáculo. Luz, sonido… y silencio forzado sobre quienes habitan las periferias del esplendor”, afirmó.

 

Su crítica va más allá del diagnóstico: propone alternativas concretas. Insiste en la necesidad de proyectos que reintegren a las comunidades como protagonistas del cuidado del patrimonio, no como empleados precarizados ni sujetos invisibles.

 

Sus aportes a la museografía mexicana también son notables. Desde el INAH ha promovido prácticas museales que devuelven la palabra a los pueblos originarios. Para ella, no se trata solo de exhibir objetos, sino de narrar historias, trazar memorias y abrir diálogos. Los proyectos en los que participa incluyen, siempre que es posible, trabajo comunitario, consulta previa y respeto a las formas propias de representación cultural.

 

La significativa presea de reconocimiento a sus primeros cincuenta años de labor, que recibió en 2011, no alcanza a condensar su impacto. Su verdadero reconocimiento está en las aulas donde se sigue enseñando su metodología, en los textos que citan su trabajo como base ética para la investigación etnográfica, en las comunidades que la recuerdan como una aliada respetuosa, y, sobre todo, en su legado como una intelectual crítica que, aun en contextos adversos, nunca ha dejado de alzar la voz.

 

En un momento histórico marcado por la creciente mercantilización de la cultura, donde la palabra ‘patrimonio’ es absorbida y resignificada por estrategias globales de marketing, y cuando la historia misma se transforma en un espectáculo efímero adornado con luces y sonidos para el consumo superficial de turistas, Lina Odena Güemes surge como una voz que desafía ese panorama.

 

Frente a la banalización y fragmentación del pasado, propone un camino alternativo: el de la paciencia del pensamiento riguroso, la escucha profunda y el diálogo respetuoso con los pueblos originarios. Su defensa es la de una memoria colectiva que no puede ser vendida ni convertida en mercancía, sino que se sostiene viva en el tiempo, inseparable de la dignidad de quienes la custodian y transmiten.

 

Esta postura crítica y comprometida no es solo una resistencia simbólica, sino una propuesta ética que convoca a repensar el sentido mismo del patrimonio. Lina Odena Güemes nos recuerda que preservar la historia y la cultura es abrir una ventana al pasado, pero también proteger un espacio vital para el presente y el futuro de las comunidades. La memoria de los pueblos no es un objeto neutro, sino un entramado complejo de saberes, identidades y resistencias que merece respeto y responsabilidad.

 

Su legado intelectual y humano nos invita a reflexionar sobre el papel de las instituciones, los investigadores y la sociedad en general frente a la cultura. La invitación es abandonar la mirada mercantilizadora para adoptar una ética de la preservación que reconozca al patrimonio cultural como un bien común, una herencia que trasciende generaciones y sostiene la esperanza de los pueblos para seguir existiendo en sus propias palabras, historias y territorios.

 

Frente a la fugacidad del espectáculo, Lina Odena Güemes Herrera nos enseña que solo el pensamiento de largo aliento puede sostener la memoria auténtica, aquella que no se vende, sino que se defiende.

 

Ideario de Lina Odena Güemes

 

  1. El patrimonio cultural es un bien colectivo, no una mercancía.
    El patrimonio cultural no debe tratarse como un producto para la comercialización o el consumo masivo. Sus expresiones son la manifestación tangible e intangible de las comunidades que los crearon y preservaron a lo largo del tiempo. Su valor trasciende lo económico y está intrínsecamente ligado con la identidad, la memoria y el sentido de pertenencia. Por ello, su preservación y gestión deben orientarse a fortalecer estos vínculos colectivos, evitando que se convierta en un espectáculo vacío que pierde su esencia y función social.
  2. Para la antropóloga, el valor del patrimonio de las comunidades indígenas trasciende lo económico y está intrínsecamente ligado con su identidad, memoria y sentido de pertenencia. Foto: Elena Marini.
  3. La antropología es un compromiso ético y político.
    El trabajo antropológico va más allá de la investigación académica: implica respeto, solidaridad y reconocimiento de la dignidad y autonomía de los pueblos estudiados. Las comunidades deben ser interlocutoras activas y no objetos pasivos. Este compromiso exige una posición crítica frente a las estructuras que generan desigualdad y exclusión, promoviendo la justicia social a través de la práctica antropológica.

  4. El turismo neoliberal precariza y margina a los verdaderos herederos del patrimonio.
    Aunque el turismo genera empleos, el modelo neoliberal suele ofrecer trabajo precario y mal remunerado, que reproduce la marginación económica de las comunidades locales. Los beneficios reales se concentran en grandes corporaciones, mientras que los pueblos originarios ven restringido su acceso a los recursos generados por su propio patrimonio. Además, fomenta el despojo y la expulsión territorial al priorizar la explotación turística sobre los derechos comunitarios.

  5. La memoria histórica indígena debe recuperarse desde sus propios lenguajes y voces.
    Las fuentes indígenas, como la Historia Tolteca-Chichimeca, no son solo documentos históricos, sino formas vivas de pensamiento que reflejan cosmovisiones e identidades vigentes. Estudiarlas desde sus propios lenguajes permite descolonizar la historia, romper con narrativas hegemónicas y fortalecer la autodefinición cultural de las comunidades.

  6. Las comunidades originarias son sujetos activos de la conservación cultural, no objetos pasivos de exhibición.
    La gestión del patrimonio debe ser participativa y respetuosa de las voces indígenas. Museos y sitios arqueológicos deben ser espacios donde las comunidades tomen decisiones, interpreten sus propias historias y gestionen sus bienes culturales. Este enfoque empodera a los pueblos originarios para preservar y transmitir su legado.

  7. El patrimonio natural y cultural están interconectados y amenazados por la lógica extractivista.
    La defensa del patrimonio implica también la protección de ecosistemas —manglares, reservas, paisajes— frente a proyectos extractivistas que privilegian la ganancia económica sobre la sostenibilidad ambiental y social.

  8. La desigualdad social y la pobreza no pueden ocultarse tras una puesta en escena turística.
    El discurso turístico que exhibe solo la belleza y el esplendor invisibiliza las condiciones de pobreza y marginalidad que enfrentan muchas comunidades. Este espectáculo crea una imagen idealizada que silencia las voces vulnerables y perpetúa la exclusión social.

  9. La educación antropológica debe fomentar la reflexión crítica sobre el papel del investigador en la sociedad.
    Formar antropólogos comprometidos implica no solo transmitir conocimientos técnicos, sino estimular la reflexión ética y política. Es necesario cuestionar métodos, reconocer el impacto social del trabajo y asumir un compromiso activo con las comunidades y la transformación social.

  10. La defensa del patrimonio cultural es también una lucha contra la mercantilización y privatización de la cultura.
    La cultura no debe estar subordinada a intereses comerciales. La privatización excluye a las comunidades del acceso y disfrute del patrimonio. Se requiere diseñar políticas que prioricen su recuperación como bien común, vinculando a las autoridades con las demandas sociales.

  11. La historia y la cultura son espacios de resistencia y dignidad.
    La preservación y reivindicación del patrimonio fortalecen las identidades y memorias colectivas, actuando como resistencia frente a la homogeneización y el olvido impuesto por la globalización y el capitalismo. Defender el patrimonio es defender la dignidad y el derecho de los pueblos a existir y definirse en sus propios términos.

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