Rafael Cervantes Flores

Autodenominado 'obrero de la palabra', estudió Comunicación en la FES Acatlán de la UNAM, donde surgió su interés por la diversidad cultural de México, llevándolo a formar parte de los colectivos Sohuame Tlatzonkime y Ve’i Ñuu Savi, y al estudio de lenguas originarias como mexi’katl, tu’un savi y yoremnokki, vocación que hoy, como reportero en la Dirección de Medios del INAH, sigue de primera mano. Ha colaborado en proyectos independientes como Revista N3rvio, Desocupado y Citric Magazine, y en diarios de circulación nacional como La Razón.
Al menos en 500 años nadie había puesto un pie en el lugar[1], quizá por las creencias locales de poder pescar un ‘mal aire’. Ninguna persona imaginaba que, en las entrañas de la tierra, había una cápsula del tiempo capaz de despertar la emoción e incredulidad de los habitantes de Carrizal de Bravo, respuesta directamente proporcional a la magnitud del descubrimiento. Eran 14 objetos, entre los que se encontraron tres brazaletes de concha, un caracol gigante de la especie Strombus sp., y algunos discos de piedra.
En septiembre de 2023, la curiosidad del guía Adrián Beltrán Dimas, entusiasmado por explorar las cuevas que rodean a esta comunidad perteneciente a Leonardo Bravo, municipio enclavado en la sierra de Guerrero, le llevó a reunirse con la espeleóloga rusa Yekaterina Katiya Pavlova, quien desde hace seis años explora y cartografía cavernas de manera profesional.
Así llegaron a la cueva de Tlayócoc, muy conocida debido a que es una fuente de agua y guano[2] de murciélago para las huertas del pueblo. Su nombre proviene del idioma náhuatl -significa ‘cueva de los tejones’ o ‘cueva donde hay tejones’[3]- y tiene dos entradas: en la primera el vital líquido drena hacia un arroyo exterior, mientras que la segunda es una subida empinada, con algunas rocas grandes que crean una pared casi intransitable.

De frente al segundo de estos accesos, la espeleóloga miró alrededor de la barrera de rocas y encontró un lugar para poder pasar y continuar río arriba. No había mangueras, por lo que pudieron ser los primeros en llegar o, al menos, de los pocos afortunados en hacerlo. Cuando tenían alrededor de 150 metros andados, toparon con un charco y una abertura de aproximadamente 15 centímetros entre el agua y el cielo de la gruta.
“Me asomé y parecía que la cueva continuaba. Había que contener la respiración y sumergirse un poco para pasar. Adrián tenía miedo, pero el agua era lo suficientemente profunda y yo crucé primero para demostrarle que no era tan difícil”, relató la espeleóloga.
Tras ayudar al joven a librar el obstáculo, avanzaron cerca de 30 metros hasta arribar a otra parte de la gruta en donde el cielo era muy bajo, lo que volvía insegura a la sola idea de continuar, pues bastarían algunas piedras para atascarlos y asfixiarlos. Ante este panorama decidieron tomar un descanso y echar un vistazo al lugar, sin imaginar lo que estaban a punto de encontrar.

“Fue entonces cuando descubrimos los dos anillos alrededor de las estalagmitas y la concha gigante. El otro anillo estaba en el canal, unos metros atrás, solo lo vimos al regresar”, reveló la experta.
Katiya Pavlova jamás pensó que vería algo así. No obstante, al notar aquellos objetos extraños, su primera reacción fue de ira. Creyó que era basura que alguien había tirado en la cueva, pues con base en su experiencia, es lo que más se ve en estos espacios. Cuál sería su sorpresa cuando miró de cerca y descubrió que se trataba de algo muy especial.
“¡Fue muy emocionante e increíble! Para mí fue una experiencia similar a descubrir un pozo de más de 300 metros dentro de la cueva, algo para lo que hay que trabajar muy duro, solo que aquí tuvimos suerte”, expresó.

Tras la euforia inicial, el registro fotográfico y la contemplación de esos fragmentos, dibujando teorías en la mente sobre su posible uso y significado, vino la preocupación por no manipular demasiado la zona, ya que podría haber más piezas enterradas en la arena. Así, inmediatamente pensó en contactar al Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH) para notificar el hallazgo.
En total, la colección encontrada se compone de: tres brazaletes de concha, posiblemente manufacturados de la especie marina Triplofusus giganteus; un fragmento de brazalete de origen malacológico, de 1.76 centímetros; un caracol gigante de la especie Strombus sp., con perforaciones y decoraciones en sus protuberancias; un pedazo de madera carbonizada, de 3.2 centímetros de largo por tres de ancho; dos discos de piedra completos, similares a espejos de pirita; y seis fragmentos más de discos, así como muestras de sedimento.

Objetos vinculados con Quetzalcóatl y la cultura tlacotepehua
Los bienes patrimoniales fueron resguardados por las autoridades ejidales y el comité de vigilancia de Carrizal de Bravo, a fin de prevenir su hurto. De este modo, el 14 de marzo de 2025 los arqueólogos adscritos al Centro INAH Guerrero, Cuauhtémoc Reyes Álvarez y Miguel Pérez Negrete, acompañados por la historiadora de la Universidad Autónoma de Guerrero, Guillermina Valente Ramírez, quien también posee conocimientos de espeleología, acudieron a la localidad para registrar tanto a las piezas como a la cueva.
Después de un viaje de aproximadamente dos horas desde Chilpancingo, la capital de Guerrero, los especialistas llegaron a esta localidad serrana, ubicada a 2,387 metros sobre el nivel del mar. Luego de sortear un relieve fragoso, diversas barrancas y un río, arribaron a la cueva de Tlayócoc, ubicada aproximadamente a una hora a pie, partiendo del citado poblado.
Aunque pudiera parecer una distancia relativamente corta, el arqueólogo Miguel Pérez Negrete contó que no fue tarea fácil. El camino puede ser peligroso debido a la presencia de fauna silvestre, como serpientes o pumas, que sí acechan a los humanos.

“En Carrizal de Bravo hay varias historias de encuentros y conatos de ataques por parte de estos felinos, por lo que siempre hay que pisar base con las comunidades y contar con la guía de alguien que conozca el terreno”, dijo.
El equipo se dividió en dos: Cuauhtémoc Reyes y Guillermina Valente se encargaron de entrar a la cueva e inspeccionar el lugar, guiados por Adrián Beltrán, mientras que Miguel Pérez, guantes en mano, se dispuso a medir, dibujar, fotografiar y registrar los objetos desde diferentes ángulos, considerando todos los detalles para tener la mayor cantidad de datos posibles y determinar su manufactura, temporalidad y simbolismo.
De esta manera, identificó la iconografía presente en los tres brazaletes, sobre los que se aprecian representaciones de cuentas y el símbolo en forma de ‘s’ conocido como xonecuilli, que en náhuatl significa ‘pie torcido’ y se asocia con el planeta Venus, lo que revela un contexto relacionado con los astros y la medición del tiempo.

Pérez Negrete agregó que, entre las figuras que aparecen en una de las pulseras hay un personaje de perfil que posiblemente represente a alguna deidad vinculada con la “estrella de la mañana” y la concha marina, como Quetzalcóatl o Tlahuizcalpantecuhtli. Se trata de motivos similares a los encontrados en piezas de otros sitios arqueológicos guerrerenses, como El Infiernillo, en Coahuayutla, y en geografías más lejanas, como la región Huasteca.
Por la disposición de los brazaletes en las estalagmitas, retocadas con un acabado más redondo, la hipótesis que se plantea, con base igualmente en las connotaciones fálicas de tales espeleotemas, es que en la caverna se realizaban rituales de fertilidad.
“Para las culturas prehispánicas, las cuevas eran lugares sagrados, relacionados con el inframundo y considerados el útero de la Tierra. En el sitio hay una integración simbólica, ya que, según el mito mesoamericano, Quetzalcóatl fue una deidad que sustrajo, desde las entrañas del planeta, el maíz y los huesos con que se formó la humanidad y, a través de su sacrificio, originó la vida, el conocimiento de la agricultura y la fertilidad”, indicó.

El arqueólogo no tiene duda de que las piezas datan del periodo Posclásico y pudieron ser colocadas entre los años 950 y 1521 d.C., con una alta probabilidad de que correspondan a la cultura tlacotepehua que, según fuentes históricas del siglo XVI, habitó en esta región.
“Era una rama de los tepuztecas, un grupo antiguo que habitaba en la sierra y se dedicaba a trabajar los metales, de ahí su nombre, por tepuztli[4]. Establecieron su capital en Tlacotepec, un municipio que todavía existe y tiene sus antecedentes en estos pueblos, entonces, la temporalidad de los hallazgos coincide con lo que narran las fuentes históricas”, detalló.
Sin embargo, reconoció que hay muy poca información al respecto de esta cultura, que se extinguió completamente durante los primeros años de la época virreinal, lo que provocó que los españoles comenzaran a llevar grupos nahuas de Tlatelolco y Xochimilco a repoblar la región. Más tarde, los colonizadores tuvieron que traer más gente, también de origen nahua, para que ayudara a la extracción de oro y plata en la zona.

Ya en el siglo XIX, nahuas migrantes, conocidos como ‘chiveros’ debido a que se dedicaban a arrear ganado, principalmente caprino, en rutas que circulaban por lo que hoy son los estados de Puebla y Guerrero, se establecieron en la serranía, transitando paulatinamente al sedentarismo.
Odisea dentro de la Tierra
En el otro frente, sus compañeros se encargaron del levantamiento arqueológico, una tarea llena de aventura, pero también de riesgos porque “entras y no está plano, hay que subir, bajar, adentrarse en el agua. Salieron golpeados, Guille (Valente) se pegó al momento de bajar por la boca que está en posición vertical. Si hubiera sido época de lluvias, no hubieran podido ingresar”, describió Miguel Pérez.
Si bien hay casi 180 metros entre la entrada y el espacio donde se localizaron las piezas, Katiya Pavlova informó que la longitud total de la cueva de Tlayócoc, según su estudio de cartografía, es de 251.86 metros. Su desarrollo principalmente es horizontal y en ella fluye una corriente de agua, lo que da pie a irregularidades y formaciones internas como estalactitas, estalagmitas, rocas y desniveles.

La entrada inferior a la cavidad está a 2,255 metros sobre el nivel del mar; ya en el interior, la gruta tiene, en algunos puntos, menos de un metro de altura, y más de cinco en otros. Asimismo, hay lugares con hasta seis metros de ancho y otros menores a los dos metros, por ejemplo, la cámara donde se encontraron las piezas, se ensanchaba entre seis y 12 metros.
“Es muy probable que, por encontrarse en un contexto cerrado donde la humedad es bastante estable, los objetos lograran conservarse durante tantos siglos”, estimó el arqueólogo.
Se trata de una cueva epigénica típica, formada por la disolución de la piedra caliza –compuesta principalmente por carbonato de calcio– que provoca el ácido carbónico del agua de lluvia.
“En presencia de agua corriente, la piedra caliza puede disolverse a un ritmo de aproximadamente 0.1 milímetros por año. Es probable que hace 1,000 años la cueva fuera 20 centímetros más pequeña en diámetro. Con base en la tasa promedio de precipitación de carbonato de calcio, las estalactitas eran posiblemente 10 centímetros más cortas. Por lo tanto, no se veía muy diferente de lo que se ve hoy”, observó Katiya Pavlova.

Vinculación comunitaria
Tras realizar el registro correspondiente y el respaldo de las autoridades locales, vino el acercamiento con los habitantes de la localidad, para exponer el trabajo del INAH y sensibilizar en torno a la importancia de proteger el patrimonio cultural.
Mediante participaciones en las asambleas comunitarias, los arqueólogos externaron en qué consiste esta herencia, reflejada en lo general en piezas y sitios arqueológicos, y en lo particular, en los objetos rescatados en Tlayócoc. También manifestaron por qué es importante salvaguardarla, ya que tiene una relevancia cultural e identitaria para la comunidad.
“Es parte de una campaña para que ellos mismos custodien su patrimonio, que no haya compra-venta de piezas y evitemos el saqueo. Hablar con las comunidades o crear organismos coadyuvantes ha funcionado mucho, pues nos ha permitido reducir el expolio. También con esto la población se vuelve nuestra aliada; el estado de Guerrero es enorme, entonces la gente que nos ayuda es como nuestros ojos”, concluyó el arqueólogo Pérez Negrete.
Entrevistas:
- Miguel Pérez Negrete, arqueólogo adscrito al Centro INAH Guerrero.
- Ekaterina Katiya Pavlova, espeleóloga.
[1] Son pocos los investigadores que han explorado la zona. Uno de ellos fue el austriaco Robert R. Weitlaner, quien, entre 1944 y 1946, trabajó en las localidades de Yextla, Huerta Vieja y El Naranjo. Ver en: https://www.jornada.com.mx/2023/08/19/cultura/a04n1cul
[2] La palabra refiere a las deyecciones de tales animales, comúnmente usadas como fertilizantes naturales.
[3] El nombre de la cueva es una forma local derivada de la palabra tlalyocotl, que significa ‘tejón’ en náhuatl, y el sufijo –oc, ‘lugar de’ o ‘donde hay’.
[4] Tepuztli o tepoztli, significa ‘metal’ en náhuatl. El nombre de este pueblo fue impuesto por los mexicas en referencia a su oficio orfebre.