Por: Carmen Mondragón Jaramillo
Carmen Mondragón Jaramillo
Desde hace más de 20 años escribo sobre patrimonio cultural para audiencias no especializadas. Mi trabajo aborda temáticas relacionadas con la arqueología, biodiversidad, antropología, conservación, museos, paleontología, historia, entre otras disciplinas que ayudan a comprender que el valor de los bienes y manifestaciones culturales no está en un pasado rescatado de modo fiel, sino en la relación que dichas huellas y testimonios establecen en el presente, con las personas y con las sociedades.
Los retratos de Elsa Escamilla (Ciudad de México, 1949) son un arte a fuego lento, como lo son la tierra, la leña, la madeja y el ladrillo entre las manos de las purépechas. El tesón de estas mujeres de la meseta michoacana, empoderadas a costa de adversidades, ha sido el leitmotiv de su labor fotográfica en los últimos años y lo seguirá siendo: un acercamiento en blanco y negro a las ausencias presentes, a la lucha diaria, la solidaridad y la fe que las mueve día tras día.
"Las nuevas generaciones tienen esta 'bendita máquina del demonio' llamada computadora donde tienen todo, lo necesario es utilizar bien las herramientas"
La cámara ha sido la compañera de Elsa Escamilla por 50 años, una trayectoria que recientemente le valió la entrega de la Medalla al Mérito Fotográfico en el XXII Encuentro Nacional de Fototecas. En esa ocasión, desde su casa en Morelia, ponderó a la creatividad como el motor detrás de la fotografía, señalando que maestros como Manuel y Lola Álvarez Bravo, o Nacho López, no tuvieron estudios formales en esta disciplina, y fue “su entusiasmo y su pasión por México” lo que les hizo grandes.
“La escuela que me tocó vivir fue la transmisión oral, con Alejandro Parodi. Las nuevas generaciones tienen esta ‘bendita máquina del demonio’ llamada computadora donde tienen todo, lo necesario es utilizar bien las herramientas”, expresó la galardonada en esa ceremonia virtual donde el Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH), a través de la Fototeca Nacional, reconoció la originalidad de su obra y una labor también de medio siglo impartiendo talleres de fotografía entre los jóvenes.
Pasadas unas semanas, vía telefónica, Elsa Escamilla comenta que la medalla es un aliciente para continuar este reportaje de largo aliento sobre cómo las purépechas hacen frente a los efectos de la migración, ya no solo de “sus hombres”, sino también de sus hijas, madres y hermanas, a quienes le gustaría retratar del otro lado de la frontera. Lo único que realizó hace un tiempo del “otro lado”, fue documentar el culto al Niño Chichihua, momento en que una parte de Riverside, California, se convierte en un “pequeño Michoacán al compás de las danzas de los viejitos y de los kúrpites”.
La otra cara de la moneda, los rostros de aquellas que se han mantenido en sus lugares de origen: Santa Fe de la Laguna, Turícuaro, Pichátaro, Aranza, Angahuan, Nahuatzen, Cheranástico, San Lorenzo, Tzinzuntzan, Carácuaro, Cherán, Cocucho, Chupícuaro, Zinapécuaro, Paracho, Quiroga, San Ángel Zurumucapio, Araró, San Juan Nuevo, San Gerónimo…, son los que integran “Enkaksï nirajka ka enkaksï pakarajka”, “Las que se van, las que se quedan”.
Tal es el título de su exposición vigente en el Museo del Estado, en la capital michoacana, una mínima parte (una treintena de fotografías) de su proyecto homónimo con el que “pretende mostrar el temple, la capacidad de aprendizaje y la fortaleza con que estas mujeres afrontan las adversidades, al convertirse en las únicas responsables de entretejer el vínculo familiar y comunitario, con las repercusiones en la dinámica social que esto conlleva”, explica la autora de las imágenes.
Su guía por estas realidades fue la activista Lupita Hernández Dimas. Junto a ella, Elsa Escamilla fue tejiendo sus propios afectos para pasar del espacio público de estos pueblos, al interior de las casas donde lucen sillas y camas vacías. Los retratos muestran esa doble faz: las calles que conservan su vitalidad gracias a mujeres que caminan y conversan siempre envueltas en sus rebozos, y los espacios solitarios, cuyos protagonistas son los retratos de seres ausentes, tremendamente añorados, junto a las imágenes de cristos, vírgenes dolorosas y santos.
Esa ausencia quizás pese más por las noches, porque las purépechas han asumido una diversidad de encargos que apenas tienen tiempo de solventar. Ahora –como indica la fotógrafa-, asumen las mayordomías religiosas, el cuidado de las nueras e incluso de la obra de construcción de sus amplias y modernas casas, que ejecutan con las remesas que les manden del “otro lado”, “castillos de hormigón” que contrastan con las humildes trojes.
Como refiere la fotodocumentalista, cuando los hombres se van de las comunidades, muchas de las conversaciones, incluyendo en los medios, giran en torno a su situación; no obstante, para sus esposas, hijas, hermanas, madres, que se quedan, las condiciones tampoco son fáciles. Las remesas tardan en llegar y mientras hay deudas que pagar, tanto las de casa, como el costo del cruce a Estados Unidos:
“Las experiencias son múltiples y variadas. Un fenómeno hasta cierto punto común, es que las esposas quedan a cargo de las suegras, pues son comunidades donde está mal visto que anden solas. Muchas deben aprender a contrarreloj tareas que no eran suyas, y también están los testimonios de aquellas que estuvieron yendo y viniendo de Estados Unidos por la falta de empleos en su lugar de origen”.
“Son historias que uno se imagina, sabe que existen, sin embargo, es duro escucharlas de quienes las han padecido: alguna cruzó dentro de una llanta, la otra fue perseguida por perros. Aun así, algunas no se acostumbran a la vida allá, donde se trabaja de día y de noche, y deciden regresar, sea porque el marido se enfermó o por otra situación. Ya en sus pueblos, aunque no saquen mucho dinero, aprenden algún oficio con la ayuda de familiares y contribuyen al sostén de su hogar”.
Los rostros de las mujeres purépechas que Elsa Escamilla ha congelado en el tiempo son testimonio de estados del alma: miradas perdidas, duras, humedecidas o dulces, condicionadas por su realidad. Hay las que mantienen la ilusión del regreso del ser amado, las que se entusiasman por su vuelta ocasional con motivo de una festividad religiosa y ven en ello una oportunidad para salir de su terruño, y las resignadas a la amargura del abandono.
Todas, a su manera, son unas luchadoras. “El hecho de que ellas saquen adelante a la familia, edifiquen sus casas y salgan a diario a ganarse la vida, les crea un sentido de autosuficiencia. Eso ha dado lugar a asociaciones, como la que lleva el nombre de Lupita Dimas, que acuden a las comunidades a enseñar oficios, la lengua materna y otras herramientas útiles para su desempeño. En ese sentido, el fenómeno migratorio conduce a nuevas formas de organización y de aprendizaje que regeneran el tejido social”.
Elsa Escamilla, retratista de presencias y ausencias, es consciente de que “las fotógrafas y los fotógrafos somos testigos privilegiados de la historia, sin la cual no somos nada, como personas y como colectividades. Es importante que un emoticono no sustituya el hablar y el escribir, ni una imagen digital sustituya a la fotografía física, porque la memoria se deteriora, a lo mejor ya no nos acordaremos del unicornio, cosa que espero nunca suceda. Ver, tocar y llevar la imagen al corazón, nos lleva a nuestro espíritu, al recuerdo y al reconocimiento de quienes somos”.