Patricia Munguía Correa
Es bien sabido que la astronomía tuvo una relevancia extraordinaria en el desarrollo de culturas mesoamericanas como la mexica, teotihuacana, maya, olmeca, zapoteca y mixteca, entre otras.
La evidencia de su enorme conocimiento sobre matemáticas, geometría y arquitectura, por ejemplo, ha quedado plasmada en códices, crónicas, en la orientación de basamentos antiguos, e incluso, en manifestaciones artísticas como las pinturas rupestres.
El registro del movimiento de los astros es uno de los elementos más sobresalientes entre dichas culturas, con lo que se demuestra que se trataba de civilizaciones organizadas, capaces de entender el mecanismo de la bóveda celeste para dar sentido a sus entornos y a sus cosmovisiones.
El Sol, particularmente, tuvo un papel preponderante en el imaginario colectivo de Mesoamérica, y en su organización social, por lo que está representado como una deidad en diversos mitos. El llamado astro mayor se relacionaba con el ciclo agrícola, y se cree que, por esta razón, muchas de las ciudades prehispánicas orientaban sus edificaciones en dirección a su salida por el oriente.
Los eclipses, como el ocurrido el pasado 8 de abril de 2024, son fenómenos naturales que han estado presentes desde antes de que la humanidad pisara la Tierra, por lo que no es de extrañar que las culturas prehispánicas hayan presenciado su paso por el cielo.
El Códice Dresde, de origen maya, describe algunos eclipses vistos alrededor del siglo XIII o XIV, ocurridos en periodos de entre 177 y 148 días. El método de predicción que utilizaba dicha cultura, y que sigue vigente hasta nuestros días, se basa en el calendario lunar y corrobora un conocimiento, ahora universal, al estipular que no puede atestiguarse un eclipse solar si no hay Luna nueva, y no puede haber uno lunar, salvo en Luna llena.
En el Codex Mexicanus, también aparece representado un eclipse anular de Sol, el cual, de acuerdo con el arqueólogo Ismael Arturo Montero García, es el más antiguo del que se tenga noticia, para el Centro de México, y ocurrió en el año 6 Caña, es decir, 31 de julio de 1119 d.C.
Otros documentos históricos en los que se alude a la aparición de eclipses, lunares y solares, son los códices Telleriano-Remensis, Azcatitlan, Bodley y Florentino, los cuales también dan testimonio del conocimiento de dichos sucesos entre las culturas mesoamericanas.
Las predicciones actuales, aunque tienen una precisión mucho más exacta, parten de este conocimiento ancestral con el que se desarrolló la astronomía prehispánica.
Una investigación contemporánea y de gran relevancia para el conocimiento sobre los fenómenos astronómicos ocurridos en el pasado, es la realizada por el arqueoastrónomo Aarón Uriel González Benítez, egresado de la Escuela Nacional de Antropología e Historia (ENAH), en la cual se analizó un periodo de 600 años para calcular el número de eclipses observados en la metrópoli prehispánica de Teotihuacan.
Entre los resultados obtenidos, destacan cuatro eclipses de Sol, uno total, ocurrido el 2 de noviembre del año 12 d.C., y tres parciales, vistos el 29 de octubre de 338, el 31 de agosto de 490 y el 11 de julio del año 576.
Acerca de las herramientas o métodos de observación que se tenían en tiempos precortesianos, los expertos coinciden en que no se conoce registro alguno, por lo que el tema continúa siendo un misterio hasta nuestros días. No obstante, en algunas crónicas y mitos, se relata que uno de los castigos o consecuencias de divisar un eclipse de Sol era la ceguera, lo que nos da un indicio de que eran conscientes de las lesiones por la observación inadecuada de tales fenómenos.
El arqueólogo González Benítez refiere que el conocimiento de los daños oculares causados por mirar de manera directa el Sol, “parten más de la medicina, óptica y astronomía contemporáneas, mientras que la percepción prehispánica de dichas lesiones, estaba relacionada con la mitología o una simbología funesta.”
En la cosmovisión nahua, la ceremonia del Fuego Nuevo, realizada cada 52 años en el mes de noviembre, tenía la intención de renovar la vida del astro y, con ello, garantizar la supervivencia de la población, cuyo modo de vida dependía, en gran medida, del ciclo agrícola.
Al respecto, cabe destacar la relación que se establece entre dicho rito con los eclipses solares en la Crónica Mexicana de Hernando Alvarado Tezozomoc, donde se puede leer lo siguiente:
Los eclipses del Sol constan en las pinturas geroglíficas, representados por el signo ideográfico teotl, con una mancha redonda y negra, más o menos amplia, según la intensidad del fenómeno. Fiesta principal se hacía bajo la denominación de Netonatiuhqualo, el infeliz Sol comido, y tenían lugar cada 200 ó 300 días. Durante los eclipses las mujeres lloraban a voces, los hombres gritaban tapándose y destapándose sucesivamente la boca con las manos, alborotándose la gente con gran temor, puzábanse las orejas con púas de maguey y se pasaban mimbres por los agujeros; en los templos cantaban y tañían los instrumentos con gran ruido; se buscaban hombres de pelo y rostro blancos, llamados albinos, y los sacrificaban con algunos cautivos. Si el eclipse era total exclamaban: “Nunca más alumbrará, ponerse han perpetuas tinieblas y descenderán los demonios y vendránnos a comer” [sic].
De la anterior cita cabe destacar la mención de la festividad dedicada al “Sol comido” y la reacción de la población ante el suceso, que si bien era predecible, tenía connotaciones funestas, creencias que persisten incluso hoy en día, como refiere el arqueólogo del Centro INAH Sinaloa, Víctor Joel Santos Ramírez, en diversas comunidades rurales, indígenas o no.
Más adelante, en la misma crónica, se advierte a Moctezuma II de un inminente eclipse solar y se le insta a encender el llamado Fuego Nuevo en la cima del cerro Huixachtécatl -actual Cerro de la Estrella, en la Ciudad de México-, para asustar y vencer a los demonios.
Asimismo, en el texto de Observadores del cielo en el México antiguo, de Anthony F. Aveni (2013), se establece que:
Los eclipses se separaban en el tiempo por múltiplos enteros de 52 años y se asociaban a la repetición de acaecimientos semejantes en la historia azteca, como las conquistas y los ascensos al poder (Umberge, 1981; Aveni y Calnek, 199).
Nuevamente notamos que los eclipses están vinculados con cambios importantes que simbolizan el fin de un ciclo y el inicio de otro.
La denominación nahua, Tonatiuh qualo “Sol devorado”, o la maya, Pa'al K'in, “Sol roto”, son los ejemplos más conocidos del simbolismo que tenían los eclipses entre los habitantes del México prehispánico.
La connotación negativa de la mayoría de las culturas se relaciona con el modo de vida de nuestros antepasados, la cual dependía de la agricultura, sostenida por el ciclo solar.
Aunque hoy en día contamos con mayor información sobre los movimientos de los astros, y la comunidad científica puede predecir con gran exactitud la aparición de eclipses y otros fenómenos astronómicos, las creencias sobre sus efectos negativos persisten en diferentes ámbitos de la sociedad y se relacionan con el misticismo que forma parte del imaginario social.
Referencias:
Alvarado, T. H. (1944). Crónica mexicana. Editorial Leyenda.
Aveni, F. A. (2013). Observadores del México antiguo. FCE: primera reimpresión.
Los eclipses en la prehistoria que no acabaron con el mundo, recuperado de https://historia.nationalgeographic.com.es/a/eclipses-prehistoria-que-no-acabaron-mundo_21132
Galindo, T. J. Eclipses en el pasado. Recuperado de https://eclipse2024.geofisica.unam.mx/wp-content/uploads/2023/04/MexicoDesconocidoNum172_Junio1991-compressed.pdf