Eduardo Suárez
De los pericúes se cuentan numerosas historias, algunas sobre su prominente estatura y otras de la ferocidad con la que estos cazadores-recolectores, quienes vivieron en Baja California Sur, combatieron a la dominación española de sus territorios. Y si bien su cultura terminó por desaparecer en el siglo XVIII[1], aún existen algunos pericúes que, aunque silentes, narran sus historias a partir de sus restos óseos.
Bajo las salas del Museo Nacional de Antropología (MNA), personal de la Dirección de Antropología Física (DAF) del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH), preserva las osamentas de más de 35 pericúes que habitaron como nómadas entre Cabo Pulmo, Agua Amarga, Piedra Gorda y otros parajes de la actual entidad.
Tan solo la vista de estos restos confirma los rumores en torno al tamaño de los hombres y las mujeres que formaban parte de esta etnia –quienes, en promedio, superaban los 1.70 metros de estatura–, pero también deja entrever otras cuestiones de su vida cotidiana, pues sus huesos, pese a tener más de 200 o 300 años de antigüedad, resaltan por un marcado color rojizo.
El tono, por supuesto, no era una cuestión natural sino más bien ritual. Al morir, muchos pericúes eran depositados en cuevas y dejados allí entre seis u ocho meses, lapso tras el cual sus allegados volvían para recuperar sus cuerpos esqueletizados, teñir sus huesos con una pintura mineral basada en ocre y finalmente reinhumarlos.
Esta práctica cultural es una de las miles, o quizá decenas de miles, que pueden conocerse gracias a las series óseas que se preservan e investigan en el Centro de Resguardo de Restos Humanos de la DAF.
Ubicado en el sótano del museo, este centro tiene como principal función, según explica su responsable académica, Maria del Carmen Lerma Gómez, el estudio de la variabilidad biológica del ser humano y de sus manifestaciones culturales dentro del territorio que hoy es México.
Para tal fin, apunta la especialista, se cuenta con un acervo de 10 mil cajas con restos óseos, algunas alojando a un solo individuo pero otras, en cambio, resguardando huesos de varias personas o incluso osarios.
Dicho total, a su vez, está dividido en cuatro áreas de resguardo: la primera de ellas, con más de 3,800 cajas, aloja vestigios de temporalidad prehispánica; la segunda incluye restos óseos recuperados en contextos virreinales que se agrupan en 2,152 cajas; la tercera corresponde a un área de seguridad para series históricas o especiales, definidas así por su antigüedad o por la evidencia de patologías u otros rasgos distintivos en ellas, y existe una cuarta sección donde se resguardan cerca de 100 cuerpos momificados.
Nuevos enfoques éticos
La antropología física que se practica en México está empatada con los criterios internacionales más actualizados de la disciplina. Así, un énfasis que se hace en el centro de resguardo es la dignificación de cada elemento: saber y hacer saber que cada hueso, sin importar que sea un esqueleto completo o el fragmento de alguna falange, perteneció a una persona que vivió, soñó, amó y padeció, como hacemos todos.
De este modo, señalan Carmen Lerma y David Volcanes Vidal, este último responsable técnico en la DAF, se busca cambiar la ética que concierne a estos acervos y ello inicia desde el modo en que son nombrados, dejando atrás apelativos como ‘osteoteca’ y ‘colecciones óseas’, toda vez que, subrayan, su labor no es coleccionar restos humanos.
Este cambio de mentalidad pasa también por reconocer que hubo otras formas en las que el cuerpo humano y las enfermedades que lo aquejan han sido entendidos y abordados. Un ejemplo está la época transicional de los siglos XIX y XX, cuando estaban vigentes los llamados gabinetes de curiosidades; tiempos en los cuales, los científicos que formaban parte del antiguo Museo Nacional[2] recibieron piezas como el cráneo de un individuo cuyos huesos pesan entre seis u ocho veces más que el promedio.
"Esta persona padecía una enfermedad conocida como leontiasis ósea, en la que el código genético envía señales al cuerpo para indicar que existen lesiones en los huesos, aun cuando no sea así, lo que causa un engrosamiento continuo del cráneo y todos los huesos, al formarse una capa de material óseo sobre otra", explica Carmen Lerma[3].
Otra serie que, como en el caso del citado cráneo, se mantiene en el área de seguridad, está integrada por 130 cráneos procedentes de la Penitenciaría de Lecumberri. Construida durante el Porfiriato e inaugurada en septiembre de 1900, esta prisión consignaba dentro de sus lineamientos que si un convicto moría sin haber cumplido su condena, su cabeza podía ser removida y resguardarse para su estudio.
Las corrientes criminalísticas de esa época, marcadas por la influencia de la frenología, estipulaban que podía conocerse la tendencia de las personas hacia el vicio y el crimen por la forma de sus cráneos. Así, desde el llamado Palacio Negro de Lecumberri se formó el citado conjunto, que incluye numerosas tarjetas de identificación con datos como el nombre, retrato, edad, procedencia y el delito cometido por muchos de los presidiarios que recibieron dicho tratamiento[4].
Investigación, conservación y capacitación
En la actualidad, las cuatro áreas del centro de resguardo son series cerradas, es decir, ya no reciben restos óseos[5] dado que, desde hace un par de décadas, los 31 centros INAH o recintos como los museos del Templo Mayor o Paleontológico de Santa Lucía ‘Quinametzin’, disponen de espacios propios para alojar a los huesos sueltos, los restos fósiles o los entierros humanos que, día con día, son descubiertos en proyectos de investigación, rescates o salvamentos arqueológicos.
No obstante, los miles de elementos alojados dentro de guardas especializadas para su conservación, son continuamente estudiados por estudiantes que realizan su servicio social o por investigadores que emprenden estancias de trabajo en el MNA.
Por si citar un caso, si emprende un proyecto sobre la población prehispánica de una parte o incluso de todo el territorio mexicano, aquí pueden encontrarse restos humanos de cada una de las 32 entidades federativas, mismos que están ligados a prácticamente todas las culturas y temporalidades mesoamericanas, sin mencionar que se recuperaron en algunos de los proyectos arqueológicos más icónicos del INAH, como los desarrollados a lo largo del siglo pasado en Palenque, Monte Albán, Teotihuacan, la isla de Jaina o Cholula.
En cuanto a prácticas mortuorias, puede traerse a la memoria un lote con las cabezas reducidas de un ser humano y de una pantera que autoridades de Bolivia regalaron al expresidente Lázaro Cárdenas, o bien, los enterramientos en bultos mortuorios de los antiguos tarahumaras, patentes en la momia de un niño que murió hace más de mil años pero que hasta hoy se preserva, arropado por una pequeña manta de plumas y fibras de yuca, casi igual que cuando fue inhumado en la Cueva de la Ventana, en Chihuahua.
Por su antigüedad, destacan restos de gran fama internacional como los de la Mujer del Peñón, descubierta en los años 50 en el área capitalina del Peñón de los Baños y cuyos fechamientos le ubican entre los años 10 mil y 12 mil antes del presente.
Asimismo, pueden emprenderse tesis sobre las modificaciones corporales de numerosas culturas, toda vez que se cuenta con cráneos modelados o catálogos enteros de los diversos tipos de limados, tallados e incrustaciones dentarias a los que eran afectos los pueblos precolombinos.
Otras huellas del comportamiento humano son las de la violencia, reconocibles por la obsidiana de una punta de proyectil cuyos restos quedaron para siempre unidos a un talón hallado en Tlatelolco, o en el cráneo de un hombre que, a pesar de haber sobrevivido a dos fuertes golpes en su cráneo, probablemente fue sacrificado y arrojado al interior del Cenote Sagrado de Chichén Itzá.
“Cada hueso aquí nos habla de la complejidad de las relaciones humanas, de gente que peleó y murió combatiendo, pero igualmente de gente que fue curada y cuidada por alguien más”, concluye Carmen Lerma.
Entre laberintos de osarios que a la vista parecen interminables, los investigadores de la DAF también dedican una parte de sus afanes a capacitar al personal del MNA o de otros museos, a la vez que a compartir el conocimiento que generan con el público en general, a través de conferencias, libros de divulgación o exposiciones temporales.
Entrevistas:
- Maria del Carmen Lerma Gómez, responsable académica del Centro de Resguardo de Restos Humanos de la DAF
- David Volcanes Vidal, responsable técnico del Centro de Resguardo de Restos Humanos de la DAF
- Samantha Vargas Velasco, técnico en Antropología Física, DAF
- Adriana Zamora Herrera, técnico en Antropología Física, DAF
- Karen Hernández Gutiérrez, estudiante de Historia en la ENAH y prestadora de servicio social
- Abril Machain Castillo, estudiante de Antropología Física en la ENAH y prestadora de servicio social
Bibliografía:
Torres Sanders, L., & Romero Monteverde, A. de J. (2008). Los pericúes de Monte Cuevoso, Baja California Sur: su entorno, costumbres y salud. Arqueología, (39), 5–20. Recuperado a partir de https://revistas.inah.gob.mx/index.php/arqueologia/article/view/3570.
[1] Se estima que al momento del contacto con los europeos, en el siglo XVI, había 3000 pericúes habitando en el sur de la península. Dos siglos después, las crónicas de los jesuitas indican que su población era de 300 miembros, ninguno de los cuales hablaba ya la lengua pericú. Torres Sanders et al., 2008.
[2] Ubicado en el número 13 de la calle de Moneda, en la Ciudad de México, este recinto es el antecedente directo del MNA, actualmente es la sede del Museo Nacional de las Culturas del Mundo.
[3] Joseph Merrick, quien en el siglo XIX fue llamado ‘El Hombre Elefante’, precisamente en los gabinetes de curiosidades y los freak shows de la época, habría padecido leontiasis ósea, entre otras enfermedades.
[4] Esta serie es testimonio de un pensamiento antropológico rebasado pero innegable. Su importancia, además, reside en que es uno de los pocos acervos de su tipo a nivel mundial, dado que muchos de sus pares en Europa fueron destruidos durante las dos guerras mundiales del siglo XX.
[5] La excepción es el área de restos momificados, donde se reciben cuerpos pero en calidad de tránsito, mientras sus recintos de origen son reubicados o remodelados. Actualmente, por ejemplo, se resguardan momias y ataúdes históricos procedentes del Templo de Santo Domingo, ubicado en la ciudad de Zacatecas.