Por: Carmen Mondragón Jaramillo

Carmen Mondragón Jaramillo

 

De península a península, al anochecer del pasado Día de la Madre, el horizonte de México se tornó magenta. La presencia de auroras boreales, poco probables de observar en el hemisferio norte por debajo del paralelo 40º, ha supuesto para los especialistas, la oportunidad de indagar en la cronología de estos eventos celestes en nuestro territorio, adentrándose no solo en documentos virreinales sino, incluso, en códices prehispánicos. 

El colaborador en diversos proyectos del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH), el arqueoastrónomo Ismael Arturo Montero García, recalca que las auroras boreales son esporádicas en las latitudes tropicales del hemisferio norte. Sin embargo, se cuenta con referencias históricas; entre las más antiguas, se halla un relato de fray Juan de Torquemada, del 4 de noviembre de 1602, que indica su avistamiento por parte de la tripulación de un galeón, proveniente de Filipinas, en su travesía por la Alta California.

 Casi 187 años después, el 14 de noviembre de 1789, se observó una aurora boreal en la Ciudad de México, la más célebre de nuestra historia, al ser la primera en baja latitud, analizada científicamente por tres eruditos novohispanos: José Antonio Alzate, Antonio de León y Gama, y José Francisco Dimas Rangel.

El director del Centro de Investigación y Divulgación de la Ciencia en la Universidad del Tepeyac, sostiene que Alzate realizó observaciones meteorológicas y astronómicas precisas; “notó que la aurora boreal coincidía con un aumento en el tamaño de manchas solares, justamente como hoy en día lo entendemos.” 

Por su parte, León y Gama escribió el tratado sobre auroras boreales más completo de América para esos años: las clasificó, calculó su altura y propuso un modelo propio. En tanto, Dimas Rangel realizó un experimento para reproducir las características de una aurora.

 

 

“A través de esas primeras publicaciones y, debido a sus diferencias, a lo largo de casi dos años se originó una polémica sobre la naturaleza de este fenómeno que contribuyó a que la astronomía de la Nueva España brillara a nivel local e internacional, en plena Ilustración. Los tres sabios publicaron nueve textos en diferentes folletos como la Gazeta de literatura de México y la Gazeta de México”, refiere. 

Sobre el registro de auroras boreales en la época prehispánica, Montero García aclara la interpretación hecha por Edward King, Lord Kingsborough, de la lámina CXXIX del Códice Vaticano 3738 (copia ampliada del Telleriano Remensis), la cual asumió como la representación de una aurora boreal en el año 4 Casa, correspondiente a 1509 d.C.

No obstante, “pudo no haber sido una aurora, porque la imagen asemeja a un volcán en erupción, quizás el Popocatépetl o el Pico de Orizaba. De haber sido una aurora boreal sería vista al norte. Las anotaciones en los códices Telleriano Remensis, folio 42 v, e Ixtlilxóchitl, hacen pensar que se trató de una luz zodiacal. Cualquiera que haya sido el fenómeno, fue visto con asombro, e historiadores posteriores como Fernando de Alva Ixtlilxóchitl, lo interpretaron como uno de los presagios de la Conquista”.

 

 

El Evento Carrington

Durante la mañana del 1 de septiembre de 1859, el astrónomo inglés Richard Carrington, vio una explosión de luz blanca y manchas oscuras en la superficie solar. A través de su telescopio, apreció cómo dos enormes llamaradas de luz blanca despedían una gran energía que, según cálculos modernos, equivaldrían a la explosión de millones de bombas atómicas.  

Ese mismo día, el periódico La Sociedad, consignó que los alumnos de la clase de astronomía del Colegio de Minería, admiraron una aurora boreal. Tal fue la descripción nacional del que sería nombrado Evento Carrington, alude el doctor en Antropología simbólica, Arturo Montero, quien explica:

“Los efectos de aquellas llamaradas provocaron la tormenta solar más violenta registrada en la Tierra, en los últimos 500 años. Ésta generó el colapso de la tecnología disponible en aquel momento: las líneas telegráficas cayeron en todo el mundo, llegando a quemarse en algunos casos, principalmente en Europa y Estados Unidos”.

Al respecto de este suceso, en México, el astrónomo aficionado Ismael Castelazo escribió que lo había observado desde Mineral de Zimapán, en Hidalgo; otras personas relataron haber visto la aurora boreal en Querétaro, Guadalajara y Guanajuato; mientras que el miembro de la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística, Bartolomé E. Almada, también describió su avistamiento en Sonora:  

[..] los rayos se fueron y, sin embargo, la atmósfera se hizo más brillante, invadiendo casi toda la bóveda del cielo, que parecía hierro al rojo vivo hasta que amaneció. Tal era el color ardiente de la luz, que incluso se sentía cálido. Desde la una de la mañana hasta el amanecer lo observé desde mi cama.

La aurora boreal de 1859 fue un hito que, en pleno debate por el proyecto liberal de la nación encabezado por el presidente Benito Juárez, sumergió a la gente del común e intelectuales, en pensamientos sobre los insondables designios de Dios o en los arcanos de la dinámica celeste, según se mire.

Esta dicotomía, reflejo de la falta de acceso a la educación –monopolio de la Iglesia durante siglos en la Nueva España y gran parte del siglo XIX–, quedó plasmada en los diarios. En su entrega del 22 agosto, en el periódico potosino La sombra de Robespierre, Ignacio Ramírez “El Nigromante”, advertía que: 

El fanatismo toma por pretexto las cosas más comunes para cegar a los pueblos, atribuyendo a la revelación y al misterio la explicación de acontecimientos que están al alcance de la razón […] la causa de las auroras boreales es el paso que hace la electricidad al través de las regiones superiores de la atmósfera; y lo que ocasiona los colores diversos, es tan agradable como sorprendente meteoro es la densidad diversa de las capas de la atmósfera.

No obstante, es en la expresión popular donde se encuentran las metáforas más bellas de aquel fenómeno, quizás porque solo se ajustan a su descripción, y no a su explicación de la que, valga decir, la mayor parte de la población era ignorante. Por ejemplo, el crítico literario José Rojas Garcidueñas recogió los recuerdos de los ancianos de su natal Salamanca, Guanajuato, sobre aquella fantástica luminiscencia. 

 Una de ellas, doña Faustinita, apresuraba su relato con palabras que salían “silbantes por defectos de la dentadura postiza”: “[…] ¡verás no más!, el cielo estaba todo colorado… pero no era colorado parejo sino como llamaradas que se movían… parecía como botellones de fuego que subían y bajaban…”, contaba la vieja mientras sus manos “huesudas y de venas nudosas”, moldeaban en el aire “aquellos botellones de fuego que sus ojos vieron danzar en el cielo tantos años atrás”.  

En su misma crónica, Garcidueñas diserta sobre el temor que esas llamas celestes “ígneas, móviles, brillantes, inusitadas”, debieron levantar en esas localidades de la patria mexicana donde la religión y el tedio eran cosa de todos los días, llevando a los presentes a preguntarse: “¿Qué era eso?, ¿sería que contra todas las nociones tradicionales, el fuego infernal había subido desde sus profundos abismos y se había apoderado de las bienaventuradas esferas celestiales?, ¿eran las llamaradas apocalípticas que comenzaban ya a consumir el mundo y sonaría luego, de un momento a otro, la trompeta pavorosa del juicio final?”

 

 

La “tormenta de Fátima” 

Al respecto de visiones apocalípticas, el arqueoastrónomo Arturo Montero comenta que, en algunos sectores católicos, las auroras boreales de tonos magenta se han asociado a la destrucción bélica. Esta idea surgió en el siglo XX, a partir de la interpretación de una de las revelaciones de la virgen de Fátima, según la cual una señal en el cielo nocturno de Europa anunciaría el inicio de una gran guerra.

En el segundo misterio, revelado por los niños portugueses Francisco y Jacinta Marto, y su prima Lucía, que dijeron haberlo recibido de la Virgen el 13 de julio de 1917, se lee: “Cuándo ustedes vean una noche iluminada por una luz desconocida, sepan que esto es el gran signo dado a ustedes por Dios que él está a punto de castigar al mundo por sus crímenes, por medio de la guerra, el hambre…”, presagio que muchos vincularon a una extraordinaria aurora boreal de color rojizo que se registró al sur de la latitud 40° norte, y que pilló al viejo continente en el ascenso del fascismo.

Por esa razón, a esta tormenta solar masiva, que tuvo lugar entre el 16 y el 26 de enero de 1938, con puntos álgidos de actividad en los días 22, 25 y 26, también se le nombró “tormenta de Fátima” y, como insiste el divulgador de la ciencia, “no son pocos los que han vinculado este fenómeno con el hecho de que un mes más tarde, Adolf Hitler se apoderara de Austria y, ocho meses después, invadiera Checoslovaquia. Fueron los movimientos tácticos previos al estallido, año y medio más tarde, de la Segunda Guerra Mundial”. 

Más allá de las interpretaciones religiosas y exégesis meramente supersticiosas, las auroras australes y boreales, suponen un fugaz paréntesis en nuestra distraída mente, luminiscencias evanescentes que nos devuelven a nuestra incertidumbre y pequeñez pues, como ha expresado el cosmólogo Roberto Emparan, en principio “somos átomos organizados e inteligentes que se preguntan por el sentido del universo”.

 

 

Una investigación contemporánea y de gran relevancia para el conocimiento sobre los fenómenos astronómicos ocurridos en el pasado, es la realizada por el arqueoastrónomo Aarón Uriel González Benítez, egresado de la Escuela Nacional de Antropología e Historia (ENAH), en la cual se analizó un periodo de 600 años para calcular el número de eclipses observados en la metrópoli prehispánica de Teotihuacan.

Entre los resultados obtenidos, destacan cuatro eclipses de Sol, uno total, ocurrido el 2 de noviembre del año 12 d.C., y tres parciales, vistos el 29 de octubre de 338, el 31 de agosto de 490 y el 11 de julio del año 576.

Acerca de las herramientas o métodos de observación que se tenían en tiempos precortesianos, los expertos coinciden en que no se conoce registro alguno, por lo que el tema continúa siendo un misterio hasta nuestros días. No obstante, en algunas crónicas y mitos, se relata que uno de los castigos o consecuencias de divisar un eclipse de Sol era la ceguera, lo que nos da un indicio de que eran conscientes de las lesiones por la observación inadecuada de tales fenómenos.

 

Fuentes: 

Entrevista con el doctor Ismael Arturo Montero García, 14 de mayo de 2024

Montero García, Ismael Arturo. La astronomía en Mesoamérica, 2023, iTiO Ediciones, Ciudad de México.

Rojas Garcidueñas, José. El erudito y el jardín. Anécdotas, cuentos y relatos. Ed. Academia Mexicana. pp. 86-90.

Suárez García, E. (2013). El pensamiento de Ignacio Ramírez “El Nigromante” a través de sus artículos periodísticos [Tesis de licenciatura, UNAM]. Repositorio de la UNAM http://132.248.9.195/ptd2013/diciembre/0707196/Index.html

Cuevas Cardona, Consuelo y Salvador Cuecas Cardona (2016). “Las increíbles auroras boreales que se vieron en México en los siglos XVIII y XIX”, Relatos e Historias en México, no. 99, Ciudad de México.

Luna A. y S. Biro. (2017). “La ciencia en la cultura novohispana: el debate sobre la aurora boreal de 1789”, Revista Mexicana de Física E, no. 63. pp.87-94, Sociedad Mexicana de Física, A.C. Ciudad de México.

Ramos Lara. María de la Paz. (2021). “Contribuciones de astrónomos mexicanos al estudio de auroras boreales de baja latitud entre 1789 y 1791. Revista Mexicana de Física E, vol.18, no. 1. pp. 154 - 167, Sociedad Mexicana de Física, A.C. Ciudad de México.

Bachiller, Rafael. (2013, 24 de enero). “75 años de la aurora de la Guerra Civil”. Astronomía. Crónicas del cosmos. El Mundo. https://www.elmundo.es/elmundo/2013/01/23/ciencia/1358933296.html

 

 

 

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