Por: Víctor Joel Santos Ramírez

Víctor Joel Santos Ramírez

 

 

 

No existe algo más lamentable y doloroso que la desaparición prematura de un hombre excepcional. La vida fue injusta con un hombre noble, bondadoso, cuya única falta que cometió, parece haber sido, entregarse con amor a su profesión. La arqueología perdió un adepto, un fiel devoto y pocos darán cuenta de ello, porque él así lo quiso.

El nombre de Guillermo Pérez Castro Lira (1952-2003) no será recordado por sus títulos o grados académicos, se graduó como arqueólogo, lo demás nunca le interesó. No será recordado por su trayectoria, por sus contribuciones, por haber sido un escritor prolífico, fue suficiente un libro. Tampoco, por haber sido un maestro célebre, impartido numerosas clases, formado varias generaciones de arqueólogos, tuvo un reducido grupo de alumnos, no fue profesor de escuela. No, no será recordado de esta manera, sino porque fue un “hombre notable”. El escritor y maestro George I. Gurdjieff, cuyas ideas fueron tema de largas discusiones en las reuniones de los sábados con Guillermo en una plaza comercial al norponiente de la ciudad de México, a finales de los años noventa, describía a las personas que rara vez uno encuentra en la vida y cuya influencia son determinantes en la formación y actitud del ser, “el hombre notable”, decía esta autor, “es aquel que se distingue de los que lo rodean por los recursos de su espíritu y porque sabe contener las manifestaciones de su naturaleza, mostrándose al mismo tiempo justo e indulgente hacia las debilidades de los demás”.

 

En las excavaciones del exconvento de San Jerónimo (1976-1981)

 

Guillermo renunció al lugar que le correspondía por desinterés. Fue un arqueólogo poco conocido, vivió alejado de los reconocimientos y de las distinciones, su obra prácticamente es desconocida, quedó inconclusa, en manuscritos. Con su desaparición se perdieron compendios, la memoria de excavaciones, conclusiones sobresalientes del mundo prehispánico y virreinal; quienes estuvimos cerca de él, entendimos sus razones, deseamos de todo corazón respetar su voluntad, pero nos sentimos obligados a ser justos con su memoria. Por muy corta que haya sido su trayectoria y pocos sus aportes, la presencia de Guillermo no puede pasar inadvertida en la arqueología mexicana. Fue un arqueólogo con ideas distintas y ciertamente, opuestas a las tendencias actuales de la investigación. Dedicó su vida al estudio sin pretender ninguna fama, no impartió clases ni dictó conferencias, enseño sólo a quienes lo buscaban con este propósito, sus escritos no han sido publicados y si no llegan a serlo, su único libro: “Arqueología monacal[1]”, es una obra erudita que en su género difícilmente será superada. ¡Baste una obra para reconocer en ella la genialidad y los alcances de su autor! Él mismo, con modestia, comparaba metafóricamente a su libro con una piedra angular, con la piedra que marca el inicio de la obra, sobre la cual descansa y se proyecta todo el edificio.

No pretendemos enaltecer o crear un mito de la persona, de ninguna manera lo consentiríamos, tampoco expresaremos nuestras lamentaciones, la tristeza que sentimos por su repentina desaparición, Guillermo nos lo reprocharía. Durante el tiempo que lo conocimos, nunca nos mostró debilidad ni flaqueza, al contrario, en los momentos difíciles, nadie como él inspiraba valor, fortaleza y seguridad. Nunca supimos por él la gravedad de su enfermedad, el extraño mal que lo acosó y que lo obligó a permanecer varios años, hasta el final de su existencia, en la oscuridad de su hogar ante la inminente pérdida de su vista. El final fue triste, admiramos la paciencia, la fortaleza de sus padres y de su hermana, quienes fueron su único soporte durante los últimos años. La distancia no nos permitió acompañarlo a su última morada. Pero, prometimos no lloriquear, el maestro desapareció, permanece su espíritu. Toca a nosotros perdurar su recuerdo, dejar testimonios de su ejemplo, su obra, sus anhelos, mostrar a la persona que pocos tuvieron oportunidad de conocer, al hombre notable, el arqueólogo excepcional, el ser humano que se distinguió por sus conocimientos y por su espiritualidad.

Guillermo no fue un hombre ordinario aunque lo aparentaba por su sencillez, era una persona amable, seria, bromista y cuando lo deseaba, excesivamente burlón; su singular corpulencia, voz fuerte y grave no eran los rasgos de la persona humilde, delicada y sensible que era, su presencia imponía respeto y autoridad, distingos que se acrecentaban al descubrir en su persona a un hombre culto, elocuente y de amplio criterio, se distinguía por sus conocimientos y prodigiosa memoria, por sus pláticas amenas e interesantes, por su capacidad de escuchar y ser comprensible.

 

En la iglesia de Las Capuchinas en Morelia, Michoacán (1995)

 

Sin embargo, no siempre era fácil entablar una conversación con alguien que se mantenía oculto en una personalidad fuerte, hostil y hasta cierto punto, enigmática; su mirada atenta, brillante, suspicaz, transparente a través las lentillas de sus anteojos, acompañada de una ligera expresión de sonrisa dibujada en sus labios presagiaban un diálogo imposible. Era difícil hablar con él, evadía la seriedad de las conversaciones, vacilaba con bromas, se divertía con ironías. Con frecuencia desconcertaba a sus interlocutores, por lo que hemos dicho antes, pero sobre todo, porque sus palabras no eran superficiales, eran reflexivas, dejaban mucho que pensar y mientras tanto, era preferible permanecer callado; los incomodaba con cuestionamientos sobre temas que para la mayoría eran desconocidos, pero cuando se daba cuenta de que era incomprendido, contenía su enojo, finalmente los instaba al trabajo y a la lectura. Hubo quienes, no soportando su actitud, lo juzgaron intolerante, presuncioso, grosero y despectivo. Pero, más que importarle lo que pensarán de él, lo tomaba como una distinción, se mofaba y era sarcástico; sus atributos físicos: altura, fortaleza y corpulencia, lo destinaron a llevar un sobrenombre, no le molestó llevarlo consigo como parte de su persona, para todos fue el “guarura”, el hombre inteligente, serio, respetable, divertido, burlesco y bonachón.

Aquella era la persona ordinaria, singular, controvertida, cuestionable, con virtudes y defectos, como cualquier otra, pero completamente distinta y opuesta al hombre notable que conocimos. Guillermo se distinguió por la profundidad de su pensamiento, por llevar a la práctica sus ideas, asumiendo su costo y sus consecuencias. Poco sabemos de su vida personal a pesar de que estuvimos cerca de él por más de diez años. Nació en la ciudad de México, vivió una buena parte de su vida en el antiguo barrio de Tacuba, estudio la licenciatura de arqueología en la ENAH, como estudiante colaboró en varios proyectos, participó en las exploraciones de Tula, Hidalgo, ingresó al INAH como investigador del entonces departamento de Salvamento Arqueológico, fue en este departamento donde llevó a cabo todas sus investigaciones. Tenía el deseo de dedicarse por completo al estudio de las culturas mesoamericanas, el destino, sin embargo, le tenía reservado otro lugar.

Durante su juventud experimentó una fascinación por el mundo antiguo, por la filosofía, la religión, el arte, la arquitectura, las culturas antiguas de Asia, Europa y América; tuvo un particular interés por la Edad Media europea y oriental, fue un asiduo lector, dominaba información de innumerables textos. Pero, sus conocimientos no solo provenían de la lectura, sino de una capacidad poco común desarrollada entre la teoría y la práctica, Guillermo hablaba con respeto de los arqueólogos que admiraba, pero muy poco acerca de quienes contribuyeron en su formación. Tal parece, que la única persona que influyó notablemente en sus estudios, fue el ilustre prehistoriador español Pedro Bosch Gimpera, sobre él, escribió lo siguiente: “A través del desarrollo de sus clases pude darme cuenta del profundo conocimiento que poseía, de su larga trayectoria dentro de la Prehistoria Mundial; sus publicaciones, trabajos de campo, las cátedras por él impartidas en las mejores universidades del Viejo Mundo, amén de otros extraordinarios logros que lo situaban entre los más notables arqueólogos especializados en la prehistoria europea, pero sobre todo, de su trato tan humano. Ante esto, me uní de manera incondicional a ese grupo de respetuosos admiradores.[2]

Al concluir su carrera, ya siendo investigador del INAH, recibió la oportunidad de colaborar con Roberto García Moll en las excavaciones del antiguo monasterio de San Jerónimo, en el centro de la ciudad de México; su vida profesional adquirió un nuevo y definitivo curso, en San Jerónimo encontró el lugar propicio para desarrollar sus investigaciones; la amplitud de los claustros, las tranquilidad de las celdas, la magnificencia del templo, los espacios religiosos de la vida contemplativa lo absorbieron por completo. En las excavaciones de este antiguo monasterio llevó a cabo su obra más importante: “Arqueología monacal: un caso en la ciudad de México, exconvento de San Jerónimo de los siglos XVI al XIX” (1981). Fue su tesis de licenciatura, el jurado la distinguió con la mención cum laude, la máxima calificación por lo excepcional de la investigación. En esta obra resumió la historia de la arquitectura monástica y conventual desde su aparición en el siglo IV en el Egipto copto, su expansión en el Medio Oriente y en el Occidente, su adaptación en España, finalmente, su traslado y desarrollo en México durante el periodo virreinal.

 

En la excavación del Claustro Mayor de San Jerónimo (1976-1981)

 

A partir de esta experiencia se dedicó por completo al estudio del México virreinal, llevó a cabo exploraciones en distintos sitios del centro histórico de la ciudad de México; en importantes edificios virreinales, al interior de viejas casonas, en los patios, en las calles, en baldíos. Dirigió la excavación del edificio de antiguo Arzobispado, en cuyo patio fue hallada una escultura monolítica similar a la “piedra de Tizoc” (la piedra del Ex Arzobispado), la Casa de la Primera Imprenta, sitio donde el obispo Zumarraga estableció la casa de fundición de campanas de Catedral y donde, posteriormente, el impresor Juan Pablos estableció su famoso taller, el primero en el continente americano. Empotrada en la esquina de la casa, a varios metros de profundidad, se halló una cabeza de serpiente sepultada bajo el nivel actual de la calle de Moneda (1989). Guillermo realizó dibujos reconstructivos de ambos edificios, se interesó particularmente en los restos del templo de Tezcatlipoca hallado bajo las cimentaciones del edificio del Ex Arzobispado (1988), realizó interpretaciones entorno al simbolismo la escultura monolítica y de la cabeza de serpiente, lamentablemente, desconocemos el destino de sus notas.

El edificio del Diezmo de Catedral, sitio donde estuvo situada la antigua Alhóndida de la ciudad, aquella que, a manos del pueblo sublevado, indígenas y mestizos, destruyeron con un incendio a finales del siglo XVII y cuyo relato conocemos con detalle gracias al testimonio de Carlos de Sigüenza y Gongora, quien fue testigo presencial. En la excavación del patio fueron hallados los indicios de aquel siniestro (1991), una gruesa capa de carbón, restos de vidrio, etc. El claustro del convento de Santo Domingo que, habiendo perdido su dignidad, transformado sus espacios, destruido su arquitectura, para finalmente convertirse en una vecindad y luego en un edificio abandonado, no parecía haber existido, fue a través de su excavación que reapareció la fuente, el empedrado con motivos dominicos, el cubo de la escalera que accedía a las celdas de la planta alta, las bases de columnas que cerraban la arquería. Fue la maestría y habilidad de Guillermo quien hizo posible clarificar todo esto.

Finalmente, su última investigación, las excavaciones en el inmueble del Ex Colegio de Niñas (1992-1994), obra piadosa, fundada por la archicofradía de Catedral para brindarle vivienda y educación a las niñas pobres, transformado a finales del siglo XIX, en el famoso Teatro Colón, aquel que despertaba expectación cuando se presentaba la actriz y cantante María Conesa, la “gatita blanca”. El sitio fue excavado en su totalidad, registrado en planos de plantas y alzados, reconstruido a través de varios croquis; los antiguos espacios del colegio fueron descubiertos, cuartos, patios, una pileta, el paso de la acequia real. El teatro también descubrió sus secretos, la cámara acústica, su interesante sistema hidráulico, la media luna del escenario, entre otros elementos. Lamentablemente, la investigación quedó inconclusa, Guillermo comenzó a padecer de la vista, sus alumnos tienen la obligación de terminarla.

 

En el Excolegio de Niñas (1992), con algunos de sus alumnos

 

De la misma manera en como los antiguos constructores no dejaron descripción alguna que explicara la realización de sus obras, puesto que su arte se aprendía en la práctica y sólo era transmitido a sus discípulos, a quienes se les confiaba su secreto, Guillermo se abstuvo de dar mayores explicaciones sobre la forma en cómo lograba reconstruir las características de antiguos edificios a través de los vestigios de las cimentaciones; quienes fueron testigos de la forma en como resolvía los problemas arquitectónicos en las excavaciones, saben de lo que estamos hablando. Los pocos comentarios que hizo al respecto, giraban en torno a la definición que aplicaba a la arquitectura: “la arquitectura es el manejo de espacios, es un continente y un contenido, ahí se encuentra la clave de su interpretación ya que antes de su explicación técnica, tecnológica o artística, su función correspondió a determinados espacios de vida”. Una idea elemental en la arquitectura pero extraviada por los arquitectos modernos, recuperada magistralmente en la obra de Bruno Zevi a mediados del siglo XX y que Guillermo aplicó con destreza en la arqueología.

Tal vez, Guillermo nunca será considerado el precursor de la arqueología histórica en México[3], ya que no posee los reconocimientos y las publicaciones que así lo acrediten, de cualquier forma, mostró desinterés por este tema. Tuvo la intención de desarrollar un departamento de arqueología histórica en Salvamento Arqueológico, pero sus pretensiones no pudieron concretarse. No lo volvió a intentar. El departamento, sin embargo, existió, sin ninguna formalidad, pero estuvo integrado por el equipo de trabajo que siempre lo acompañó, sus amigos y alumnos. Cabe señalar, además, que su forma de ver la arqueología histórica era diferente en muchos sentidos a los objetivos esta disciplina persigue hoy en día, Los trabajos que desarrolló tenían como objetivo estudiar los procesos históricos de un sitio o un edificio, incluyendo los periodos prehispánicos; la historia como producto de conocimientos, no de fechas y eventos, la arquitectura como una herramienta que integra y define a los contextos, la arqueología como develadora de conocimientos e integradora de multidisciplinas, así era, groso modo, su forma de ver a la arqueología histórica.

Las clases que impartía no se realizaron en aulas, carecían de formalidad, bien podían llevarse a cabo en el día o por la tarde, sin fecha ni horario establecidos. De hecho, no eran clases, fueron reuniones que realizaban con el simple pretexto de conversar y el deseo de aprender, podían llevarse a cabo durante la excavación, en el patio de la Casa del Diezmo; ora en la “oficina”, el espacio de la planta alta acondicionado como bodega, vestidos aún con los overoles sucios y cubiertos de lodo; ora en nuestra entrañable casa de la Primera Imprenta, rodeados de piezas y bultos mal acomodados con la enorme cabeza de serpiente al centro, testigo mudo y misterioso; ora en el claustro del convento grande de Santo Domingo, descubriendo la fuente ochavada y explicando su extraño desfasamiento del claustro, admirando las bellas pinturas del antiguo refectorio, ocultas y carcomidas por el tiempo; ora por la noche, en el antiguo Colegio de Niñas, saboreando un exquisito café, con música de Bach, Palestrina o Pergolesi de fondo, Guillermo sentado al frente, con sus notas y dibujos sobre una mesa improvisada de escritorio, explicando sus croquis, aclarando las etapas constructivas, describiendo el colorido de los edificios, el empedrado de las calles, el paso de la acequia, las embarcaciones ¡por allá los mercaderes!, un mulato barriendo la calle, las mujeres cubiertas con vestidos hasta el piso, evitando los charcos para no mojarse, los pregoneros no dejan de hacer ruido, los religiosos transitan en silencio, su hábito los distingue, la multitud les abre paso a su camino, las campanas llaman a misa, se escuchan por doquiera en la ciudad. ¡Inolvidables tardes de elocuencia y fantasía!

No olvidaremos la ocasión en que, caminando por la calle de República de Chile, en el centro histórico de la ciudad, se detuvo para hablarnos del nicho a manera de hornacina que se halla en la esquina de la Casa de los condes de Heras y Soto, descrito en algunas monografías escuetamente como un “querubín con un cesto de frutas que descansa el pie izquierdo sobre un león”, Guillermo no solamente había estudiado esta maravillosa escultura, pues tiempo atrás había llevado a cabo la exploración del anexo de esta casa (1983-1984). Nos detuvimos por algún tiempo admirando la hornacina, como pocas veces lo hizo, nos fue explicando cada uno de los motivos y su significado, descifrando el lenguaje hermético encerrado en la piedra, una alegoría a la agricultura y a sus frutos, finalmente el mensaje completo. Por un instante no advertimos que nos encontrábamos en medio de una calle muy transitada, su explicación elocuente y reveladora nos dejó absortos, nos mostró que la escultura del “querubín” en realidad era una representación de la alquimia, el arte que practicó el minero constructor y primer propietario de aquella casa.

Guillermo dedicó su vida a la arqueología, porque para él, esta bella disciplina tiene la singularidad de profundizar en conocimientos inexplorados y poco comprendidos del pasado, pero se refería aquel pasado que destacó por su espiritualidad, que se manifestó en el arte, la arquitectura, la filosofía, la ciencia y la religión, amén de sus logros sociales y materiales. Un pasado que dejó de ser comprendido, usualmente es mal interpretado, ignorado en nuestra época por una modernidad adversa, inculta, indiferente e iconoclasta. Hasta cierto punto, la actitud de nuestra sociedad es posible de entender, pero no la de quienes ostentan conocer un pasado que en el fondo ignoran, interpretándolo como si fuera producto de su imaginación, asignándole irrealidades y supuestos con una seguridad que ellos mismos han llegado a creer. No tienen la honestidad de admitir sus limitaciones, su incapacidad de explicar un mundo complejo, distinto de la mentalidad contemporánea y mucho menos, la intención de comprenderlo. Guillermo mantuvo una crítica hacia los arqueólogos que han evadido la responsabilidad que les confiere su profesión. Desde su punto de vista, el arqueólogo tiene el compromiso de comprender el pasado para explicarlo, debe, por lo tanto, estar preparado para afrontar el reto, poseer toda clase de conocimientos, inconformarse consigo mismo cuando los resultados no le son satisfactorios, estudiar, experimentarse en el campo, ser crítico.

Desde su punto de vista, la arqueología actual, ha perdido su vocación y compromiso, se ha dejado llevar por tendencias y posiciones que se enarbolan con presuntas verdades, que no lo son, según él, porque están construidas sobre bases endebles como falsas, usurpando un lugar que no les corresponde y cuyo éxito reside en su propagación entre personas incultas que, en lugar de preocuparse por adquirir un conocimiento real de las cosas, se dejan llevar por lo atractivo de algo novedoso que, en lugar de revisar y analizar con seriedad, difunden, convirtiéndose de esta manera en sus principales especialistas y exponentes. De ahí, su actitud adversa e irreverente hacia la arqueología que dejó de comprender el pasado para estudiarlo como mera curiosidad científica.

Podría decirse, que era de pensamiento radical, de ideas quiméricas como utópicas, pero las explicaciones que exponía eran claras y contundentes, iban acompañadas de conclusiones sintéticas, precisas, de reflexiones y conocimientos profundos; provenían de una mente estudiosa, encerrada durante mucho tiempo en páginas de libros, era posible entrever en sus gestos a un hombre dedicado, alejado de las banalidades de la vida, viviendo en un mundo adverso a su naturaleza, siguiendo el ejemplo de los hombres que le antecedieron, que admiró y por si fuera poco, sufriendo las mismas consecuencias por ser congruentes y comprometidos con la verdad.

De haber nacido en el siglo XIII, podríamos situarlo con cierta facilidad en la biblioteca de algún monasterio cisterciense, rodeado de manuscritos antiguos, en una sala amplia, con vitrales enmarcados con ojivas, iluminada por los colores que producen los cristales al refractarse con la luz de sol, sentado frente a un modesto scriptorium, desentrañando en Vitruvio los secretos de la proporción, sus leyes de acorde con las aplicaciones del ilustre maestro Villard de Honnecourt, su armonía y concordancia con la doctrina de Dioniso Areopagita. Guillermo perteneció a otra época, en la que hombres y mujeres, atraídos por una vida espiritual, se desprendieron de sus posesiones materiales, abandonaron su familia, los amigos, dedicaron su vida a una búsqueda interior, la verdad oculta, metafísica, la “dama” de los Fedeli d’amore (Fieles de amor) de la Edad Media. Sin dar mayores detalles, hemos tocado el aspecto menos conocido de su vida, el más importante y que de hecho, explica la incomprensión de su persona. No diremos más.

Acostumbraba emplear en su lenguaje palabras inusuales, antiguas, hablar con metáforas, realizar preguntas en forma de aforismos. Un día cualquiera pronunciaba una frase como pregunta; no quería su respuesta inmediata, nos daba tiempo para contestarla, nos pedía meditarla, responder cuando entendiéramos su significado, a veces tardábamos semanas en tan sólo aproximarnos, era desquiciante. Nuestras respuestas no siempre fueron satisfactorias, pero le alegraba nuestro intento. Una de aquellas frases que constantemente nos repetía con mucha seriedad, que nos pidió recordar y cuyo significado nos parecía indiferente, era: “nadie vino, nadie permanece, nadie se va”. Sabía que el final se aproximaba, nos pedía que comprendiéramos que siempre iba a estar presente con nosotros. En efecto, nos comprometió a continuar su trabajo, estamos obligados a hacerlo, lo haremos en su memoria.

 

[1] Pérez Castro Lira, Guillermo. Arqueología monacal. El monasterio femenino de San Jerónimo, Ciudad de México (siglos XVI al XIX). Víctor Joel Santos Ramírez (editor), Secretaría de Cultura, INAH, Universidad del Claustro de Sor Juana A. C., 2019.

[2] Guillermo Pérez-Castro Lira: Recuerdos en torno al maestro Pedro Bosch Gimpera. Actualidades Arqueológicas, ENAH, INAH, UNAM, 1996.

[3] Apreciación incorrecta de quien esto escribió en aquel entonces, ya que hoy en día es considerado uno de los precursores de esta disciplina en México.

[*] Publicado como sobretiro en Diario de Campo Núm. 60, noviembre, 2003, revisado y actualizado el 17 de agosto de 2023, en la conmemoración de los 20 años del fallecimiento de Guillermo Pérez Castro Lira.

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