EL CASTILLO DE CHAPULTEPEC: MUSEO NACIONAL Y MONUMENTO QUE MIRA HACIA EL MAÑANA
Erandi Rubio Huertas, Alfredo González Fragoso y Salvador Rueda Smithers
Museo Nacional de Historia, Castillo de Chapultepec
VER A LA HISTORIA
El museo como institución de resguardo de la memoria de México nació el 19 de marzo de 1825. Por aquellos años, el entonces joven país independiente se abría a los ojos asombrados del hemisferio occidental, cuando el mundo del pensamiento liberal se concebía como espacio para conocer, para hacer negocios, para colonizar y aprovecharse de los recursos naturales. Los ojos de los viajeros románticos europeos daban fe del asombro; describieron y pintaron los paisajes y las geografías, midieron producciones agrícolas y mineras, caminaron por las rutas de los comerciantes y señalaron potencialidades y peligros. Pero sobre todo, difundieron la idea de que saber de la historia de hombres y cosas permitía satisfacer la curiosidad sobre cómo se habían hecho y las maneras de explicar que la naturaleza es siempre dinámica, que es cambiante y que puede ser aprovechada. La historia era un relato sobre la fuerza de voluntad de los audaces y visionarios que sabrían convertir en riquezas lo aparentemente intocado.
No mucho tiempo después, se imaginaría un proyecto más ambicioso, coherente con su genealogía primigenia, que establece filiaciones entre el Museo Indiano de Lorenzo Boturini, conjuntado y perdido al mediodía del siglo de las Luces, con la propuesta de Francisco Xavier Clavijero, quien en su Historia antigua de Méjico dejó ver la necesidad de un museo para "conservar los restos de la antigüedad de nuestra patria, formando en el mismo magnífico edificio de la Universidad un no menos vital que curioso museo en donde se recojan las estatuas antiguas que se conservan o las que se descubran en las excavaciones, las armas, las obras de mosaico y otras antiguallas de esta naturaleza, las pinturas mexicanas de toda clase que andan esparcidas por varias partes y sobre todo, los manuscritos, así como los de los misioneros y otros antiguos españoles como los de los mismos indios", y con la declaración de Lucas Alamán en 1822, de que "Sería muy de desear que reuniendo todos los restos de la antigüedad mexicana, se formase un museo, en que podrían también reunirse todas las producciones naturales de la república; pero esta debe ser obra del tiempo y de un esmero continuado, con el auxilio de fondos de que ahora no se puede disponer en suficiente cantidad. Algunos pasos sin embargo pueden darse desde ahora, y el gobierno se propone no perdonar medio para reunir cuanto sea posible de estos monumentos respetables". Se trataba, entonces, de la suma de historia y geografía, de memoria y naturaleza –a la manera del influyente Humboldt—que daba rostro a una República que se abría al mundo.
El historiador José de Jesús Núñez y Domínguez, hasta entonces director del Departamento de Historia del Museo Nacional de Arqueología, Historia y Etnología explicó los criterios que daban valor histórico patrimonial –e implícitamente vehículos de discurso historiográfico. Apuntó que debían haber pertenecido a algún prócer (existía cerca de un millar, autentificadas, provenientes del Museo Nacional de Artillería), o que hubiesen formado parte de los conventos coloniales, de la residencia de Maximiliano y Carlota, o de Porfirio Díaz y su círculo. Todos ellos se resguardaban en cinco salas de exhibición y en los depósitos del edificio de Moneda. Antigüedad, valor estético y valor patriótico –y su contenido cívico y moral—fueron los elementos a tomar en cuenta en la selección de objetos que se consideraban patrimonio nacional. Vale la pena destacar que en el Reglamento del antiguo Museo, elaborado por Luis Castillo Ledón y vigente en la formación del novedoso Museo Nacional de Historia, prevaleció el criterio del historiador, pues indicaba lo que no debía mostrarse, por el peligro político inherente, eventos aún vivos, y por tanto, los objetos que rodeaban esa vitalidad quedaban por entonces descartados. Indudablemente se trataba de la saludable distancia que esperaría a la ronda de las generaciones.
Hacia finales de la década de los 30, alrededor de 15 mil objetos armaban la colección histórica básica del futuro Museo, protegidos, escribió Núñez y Domínguez, “por su naturaleza especial, por su delicadeza de factura y los más por su vetustez...” Buena parte de esos mismos objetos, puedo adelantar, se exhiben hoy en las salas del Castillo –tanto las dedicadas a la historia nacional como las que refieren a la biografía misma del edificio en el museo de sitio del Alcázar; pero nuestra historia cultural les ha agregado un valor más: los de ser testimonios de un gusto, un uso particular cronológicamente delimitado: los objetos se “leen” en historia singular y, aceptando que la museografía es una forma de comunicación ordenada, cifran un discurso historiográfico que ejemplifica procesos y acontecimientos del devenir nacional. Son testigos y encrucijadas de la historia, organizados en el museo entendido como abreviatura de la realidad.
El museo es ante todo la objetivación de un anhelo, el del dibujo de los rasgos propios. Sus espacios, podemos creer, pretenden la sucinta descripción del mundo. Ahí se juega con el tiempo; en el manejo imaginativo de sus superficies y volúmenes, el pasado se hace presente y se lee con mirada contemporánea. En los recovecos del museo se descubre el motor de aquel asombroso anhelo: nace del deseo de recordar, crece y vive de la imaginación, es reflejo de la sociedad que lo produjo, o mejor, de su necesidad de refrescar la memoria. Así, el museo participa del destino de los hombres que lo inventan y lo leen; guarda los diarios ocultos de los coleccionistas y de los historiadores, traduce los códigos cifrados de personajes memorables a través de los objetos que le sirvieron, que gustó y atesoró; documenta sucesos dignos de permanecer y difunde, con la lectura de las cosas en clave historiográfica, hechos, modos, gestos, costumbres, utilidades, cánones estéticos, gustos y habilidades de sociedades pasadas y de las secretas pulsiones de sus individuos.
El Museo Nacional de Historia resguarda casi cien mil piezas de valor artístico e histórico que se despliegan cronológicamente del siglo XV al XXI. Algunas colecciones son cuantiosas, como la de numismática con más de 26 mil piezas; otras son pequeñas y delicadas, como la de relojes con 145 piezas, o las de instrumentos musicales con apenas una decena. Hay, por supuesto, piezas únicas, verdaderos tesoros como el escudo de plumas que regaló Moctezuma a Hernán Cortés y que éste envió a Carlos V, o el carruaje de lujo del emperador Maximiliano, fabricado por la Casa de Césare Scala en Milán. Asimismo, las hay inclasificables, que se han guardado más como reliquias y amuletos. El Museo es un misterio interminable.
Y su labor de largo aliento del Museo es la custodia. Los depósitos son su corazón. Del total, cerca de cuatro mil objetos de diferente naturaleza material y de distinto origen y época se exhiben permanentemente, a modo de abreviatura de los cinco siglos de la realidad mexicana.
Hemos dado formas al tiempo, para usar la afortunada frase de George Kubler. Lo que fuera construcción del rostro mexicano singular, se desdobló en los rostros mexicanos en plural. Y tal vez algún día, como imaginó Jorge Luis Borges el pudor de la historia, el rostro será el del género humano.
MIRAR AL MAÑANA
Tres generaciones de mexicanos han visitado al Museo de Historia desde que se instaló en el Castillo de Chapultepec hace ochenta años… La suma total asciende a millones de personas que hemos crecido con la iconografía histórica que nos ha enseñado el Museo a través de sus colecciones. Los rostros y gestos memorizados de héroes del panteón patrio y gente esforzada en el pasado, son parte del imaginario colectivo vivo. El Museo ha modelado en las mentalidades las formas del tiempo mexicano.
El hecho fue capital: las herencias del pasado y la investigación y conocimiento de las realidades pasadas y presentes eran el camino que dibujaba el rostro de la identidad nacional. Proteger, conocer y difundir el patrimonio cultural heredado se desdobló en razón de estado y orgullo de las políticas públicas republicanas.
Para que las funciones sustantivas puedan ser debidamente ejercidas, pensamos que se puede ajustar el respaldo administrativo en los siguientes puntos:
1.- Asignar techos financieros realistas y flexibles. Hasta hace relativamente poco tiempo, el Museo se había visto cobijado en este rubro. Los recortes presupuestales y la concentración de decisiones en la asignación de recursos en la Coordinación Nacional de Recursos Financieros sin el debido diálogo con los Museos, inhabilitaron tareas básicas tanto en el mantenimiento del Monumento como al servicio al público. Se requiere que el centro de trabajo cuente con un techo financiero, con el fin de planear el ejercicio del gasto, conforme a sus propias necesidades.
2.- Desconcentrar el ejercicio del gasto. Es decir, que el centro de trabajo pague directamente, esto con el objeto de brindar oportunidad en el pago a proveedores.
3.- Establecer un canal directo entre la Fundación del INAH y la Administración del Centro de Trabajo, para que se gestione directamente los recursos obtenidos a través de terceros, con el objeto de contar con los bienes o recursos de manera oportuna, en apoyo a la operación.
4.- Capacitación y actualización permanente en materia legal y administrativa a fin de que el centro de trabajo cuente con los criterios particulares establecidos por las áreas centrales, independientemente de la normatividad vigente en materia de adquisiciones, arrendamientos y servicios, con el objeto de agilizar los procedimientos de adjudicación. Asimismo, por lo que toca a Informática, se requiere capacitación para que el personal del centro de trabajo obtenga los conocimientos suficientes, en materia de seguridad cibernética, programación y desarrollo de software, con el objeto de renovar y actualizar la infraestructura y sistemas existentes, y garantizar el buen funcionamiento del museo en esta materia
5.- Participación del centro de trabajo en los procedimientos de adjudicación en su calidad de área requirente y técnica, en la elaboración de los anexos técnicos, conformación de la convocatoria y en la evaluación técnica de las propuestas. Ello, con el fin de que los documentos requeridos contengan la información real de los bienes o servicios y se adjudique al proveedor que cumpla con lo establecido por el centro de trabajo. Los resultados en las contrataciones sean debidamente auditados.
6.- Acreditación del centro de trabajo como unidad compradora, con el objeto de responsabilizarse en materia de adjudicación de adquisiciones, arrendamientos y servicios para llevar acabo los procedimientos correspondientes oportunamente. En este sentido, la desconcentración podría ser una solución.
7.- Reconocimiento de los servicios especializados del centro de trabajo, con el objeto de salir de las características establecidas en los “contratos marco”, toda vez que las características no han coincidido con las necesidades del Museo.
8.-En cuanto a Recursos Humanos, regularizar la estructura orgánica mínima necesaria para cumplir eficaz y eficientemente con los objetivos y las responsabilidades que tiene asignados conforme a la Ley en la materia.