Día de Muertos 2025

También nombrado Xantoloj o Sanctorum, es la forma en que se conoce a la celebración del Día de Muertos en la región de la Huasteca de México, particularmente en estados como Hidalgo, Veracruz, San Luis Potosí y Tamaulipas.

El termino o Día de Muertos es genérico para designar el día de Todos Santos, el primero de noviembre y el Día de los Fieles Difuntos, el dos de noviembre, días festivos en el calendario católico y también motivo de festejo en el centro y sur de México.

Esta festividad celebra la visita de los difuntos al mundo de los vivos, a través de danzas, ofrendas y música.

Las danzas son una parte central del festejo, donde participan enmascarados que representan personajes como diablos, calaveras y viejos. Tienen como característica que todos sus participantes son hombres, a pesar de que algunos representan a personajes femeninos.

Como parte de las celebraciones a sus muertos, los huastecos ofrendan la cosecha del maíz y otros frutos porque creen que la esencia de las almas está presente y, por ello, el olor de las frutas, la música y la luz, recuerdan los momentos vividos en la tierra. Es por ello que esta celebración comienza con el corte de los primeros elotes.

Se debe entender que la región de la huasteca tiene varias diferencias dependiendo de la zona en dónde se está. En este extenso territorio, varios grupos indígenas han tenido cobijo, lo que lleva a pensar en la relación del paisaje natural y la cosmogonía indígena y sus vínculos con sus territorios, pues los huastecos han creado y recreado su historia biocultural haciéndolo rico y complejo culturalmente.

Hay que resaltar es que sigue presente el intercambio de comida, producto de la cosecha de la primera siembra, y que, además, esto es lo que coloca al Xantolo como un ritual dentro del ciclo de siembra y cosecha, ya que constantemente, dentro de los momentos rituales, se hace agradecimiento por lo que se cosechó. De esta manera, es crucial que la gente que sigue haciendo milpa tenga una buena primera siembra para tener que ofrendar durante la celebración.

Características principales:

Fechas: Se celebra del 30 de octubre al 2 de noviembre, con preparativos que suelen iniciar un mes antes.

Origen: Es una tradición de raíces prehispánicas que mezcla elementos de tradición novohispana.

Danzas: Son un elemento distintivo, donde los danzantes o koles, generalmente hombres, se disfrazan con máscaras de madera que representan diversos personajes y salen a bailar con música en vivo por las calles para finalizar en las plazas.

Ofrendas: Se realizan con comida, bebida y flores, que incluyen tamales, chocolate, pan de muerto, entre otros elementos. Se da prioridad a los alimentos elaborados a base de maíz para agradecer por las cosechas.

Máscaras: Son un elemento clave. Se usan máscaras de madera, pañoletas y disfraces para no ser reconocidos por las almas, ya que temen que estas puedan entrar en ellos. La bajada de máscaras se da en un lugar distinto a los bailes por las calles, que, a su vez, son distintos al baile final de la plaza principal.

Celebraciones: Las familias se reúnen para honrar a sus difuntos, y la celebración culmina con la "Fiesta del Destape", donde los participantes se quitan las máscaras.

Música: La festividad está acompañada de música que puede ser interpretada por bandas de viento o grupos de música huasteca, como el son y el guapango.

Bajo el manto oscuro de la noche, más allá de los ecos del viento, palpita una leyenda que ha atravesado siglos: la mujer que llora por sus hijos, que deambula en silencio entre las aguas, que es al mismo tiempo aviso y lamento.

Muchos mitos encuentran en Cihuacóatl, la “mujer-serpiente” de la cosmovisión mexica, uno de los posibles orígenes de La Llorona, pues en sus apariciones se manifiestan las huellas de un dolor antiguo, un presagio de ruina, de pérdida y de transformación.

Sahagún, en el Libro VIII del Códice Florentino, relata que durante el reinado de Moctezuma II (1502-1520) hubo una gran hambruna que duró tres años; en ese tiempo, Cihuacóatl se manifestaba por las noches en las calles de Tenochtitlan.

Cihuacóatl aparece vestida de blanco, con semblante de mujer noble del palacio, su llanto rasgado atravesando la noche: “¡Oh hijos míos, ya os dejo a vosotros!”, profecía de la caída de la capital del Imperio mexica. Esta voz espectral forma parte del sexto presagio funesto, que anunciaba que la tierra se perdería.

Investigaciones folclóricas y literarias señalan que este motivo no es mera coincidencia, sino la persistencia de símbolos femeninos ambivalentes en la tradición indígena: madres maternales y terribles, protectoras y castigadoras. En algunos textos académicos se vincula a Cihuacóatl con las cihuateteo, espíritus de mujeres que murieron en parto y que también habitan una naturaleza liminal entre la vida y la muerte. Esa frontera entre maternidad, muerte y culpa ofrece un puente simbólico hacia la leyenda de La Llorona.

En el Libro I, capítulo VI, el fraile describe cómo Cihuacóatl se aparecía con el cabello adornado de “cornézuelos” cruzados sobre la frente; cómo traía consigo una cuna que dejaba en el tianguis, y al día siguiente, las mujeres que la encontraban veían en ella un pedernal afilado, un objeto de destrucción en vez del bebé que esperaban.

Esa mujer que camina sola, llorando y cargando una cuna abandonada, evocando lo que fue y ya no es, resuena hoy en la figura de La Llorona.

En el panteón mexica, Cihuacóatl encarna la fertilidad, la maternidad y el ciclo de la vida y la muerte: es madre de los dioses y creadora de los seres humanos. Por ello se le llamaba “Tonantzin-Cihuacóatl” —nuestra madre Cihuacóatl—, una asociación que provocó el horror entre los frailes evangelizadores, pues advirtieron que el pueblo la vinculaba simbólicamente con la Madre de Cristo, desafiando así los intentos de establecer los llamados “cultos de sustitución”.

En el apéndice sobre idolatrías del Libro I del Códice Florentino, Sahagún lleva esta observación más lejos: condena con severidad dicha devoción sincrética, calificándola de idolatría pura. Afirma que Cihuacóatl no era diosa cristiana alguna, sino una figura demoníaca que, según la tradición indígena, causaba aflicciones, pobreza y trabajos, y era invocada por temor, para evitar su daño.

El mito de La Llorona, así, puede entenderse como un eco heredado y reelaborado tras la conquista, entre cultos indígenas, creencias católicas y narraciones populares. En esa transformación, la imagen de Cihuacóatl no desaparece, sino que se transmuta: su llanto se convierte en leyenda, su figura se mezcla con el folclore, y lo que fue un anuncio profético deviene manifestación fantasmal del dolor colectivo. Cada vez que alguien dice “¿Dónde están mis hijos?”, está también invocando ese lamento ancestral que atraviesa culturas, identidades y memorias.

Hoy, escuchar a La Llorona al filo de la noche es escuchar la memoria de Cihuacóatl: mujer-serpiente, madre, fantasma, advertencia y consuelo. Más allá del susto, su leyenda nos hace respirar el espanto y el amor que juntos moldean la historia de quienes recuerdan.

En la península de Yucatán, la conmemoración del Hanal Pixán —que en maya significa “comida de las almas”— constituye una de las expresiones vivas mesoamericanas más significativas del diálogo entre la vida, la muerte y la memoria colectiva. 

Aunque suele relacionarse con el Día de Muertos que se celebra en todo México, el Hanal Pixán conserva un sentido propio: el de un ritual profundamente ligado al ciclo agrícola y a la cosmovisión maya, en el que la presencia de los antepasados reafirma el vínculo entre la comunidad, la tierra y el tiempo.

En localidades del municipio de Hecelchakán, Campeche, y particularmente en Pomuch, esta celebración adquiere una dimensión única. Cada año, al llegar las primeras lluvias de octubre y con el maíz nuevo cosechado, las familias se preparan para recibir a las almas de sus difuntos. Lo hacen con una devoción que trasciende lo religioso y se ancla en lo simbólico y lo comunitario. 

En Pomuch, los pobladores acuden al panteón para realizar la conocida “limpia de los huesitos”, una práctica que consiste en retirar los restos óseos de sus osarios, limpiarlos con sumo cuidado y envolverlos en manteles blancos bordados con flores de colores. Este gesto, heredado de generaciones anteriores, expresa respeto, afecto y continuidad: los muertos no se ausentan, sino que permanecen entre los vivos como parte esencial de la familia.

El Hanal Pixán es también una celebración agrícola. El maíz —símbolo de creación en el Popol Vuh y alimento fundamental de los pueblos mesoamericanos— ocupa un lugar central. Con el grano recién cosechado se prepara el pibipollo, un tamal grande elaborado con masa, carne y col, envuelto en hojas de plátano y cocido bajo tierra. Su forma y su proceso de cocción evocan el acto de enterramiento y renacimiento, metáfora del ciclo vital que une a los vivos con sus ancestros. Este alimento se ofrece primero a las almas en los altares familiares, donde se disponen velas, incienso, dulces, fotografías y flores; después, se comparte entre los presentes como símbolo de comunión.

Durante tres días, del 31 de octubre al 2 de noviembre, los hogares, las iglesias y los cementerios se transforman en espacios rituales. El primer día está dedicado a las ánimas de los niños; el segundo, a los adultos; y el tercero, a todos los difuntos en conjunto. Más allá de su relación con la liturgia católica, estas fechas representan un ciclo de tránsito: las almas llegan, se alimentan, se purifican y regresan a su lugar de descanso, mientras los vivos renuevan los lazos con su herencia espiritual.

El sincretismo entre las antiguas creencias mayas y las prácticas cristianas no diluye la esencia del Hanal Pixán; por el contrario, la enriquece. La cruz bordada en los manteles, el rezo del rosario o las velas encendidas coexisten con símbolos agrícolas, como el maíz y el pibipollo, en una fusión que refleja la historia misma de la región: la resistencia y adaptación de un pueblo que ha sabido conservar su identidad a través de la transformación.

Hoy, múltiples comunidades de la península de Yucatán continúan transmitiendo este legado, aunque no sin desafíos. La migración, la modernización y la pérdida paulatina de la lengua maya ponen en riesgo la transmisión de saberes tradicionales. Sin embargo, cada limpieza de huesos, cada altar y cada rezo compartido confirman que el Hanal Pixán sigue siendo una práctica viva. No es solo un recuerdo del pasado, sino una afirmación de pertenencia que articula la memoria y la identidad de los pueblos mayas en el presente.

El Hanal Pixán nos recuerda que la muerte, lejos de ser un final, es un momento de encuentro. A través del ritual, las familias reafirman su vínculo con la tierra, con sus raíces y con la comunidad. En Pomuch, el gesto de limpiar los huesos o de encender una vela no solo honra a los difuntos: también reafirma la vida, la continuidad cultural y la fuerza de la memoria colectiva que da sentido a las comunidades de origen maya.

En la cosmovisión mesoamericana, los límites entre lo humano, lo animal y lo divino no eran fronteras fijas, sino territorios donde la energía vital transitaba libremente. En ese espacio se sitúa la figura del nahual: el ser que, según las creencias indígenas, posee la capacidad de transformarse o comunicarse con su alter ego animal. 

Esta relación entre el hombre y su contraparte espiritual no es una simple metáfora: es, como señaló Miguel León-Portilla (1980), la expresión de una ontología que reconoce en cada criatura “la participación de una misma fuerza anímica que enlaza a todos los seres del universo”.

Las crónicas del siglo XVI ya registraban la presencia de estos seres en los pueblos del altiplano. Fray Bernardino de Sahagún, en el Códice Florentino (1956), refiere que algunos hombres “se tornaban fieras en la noche”, asumiendo la forma del jaguar, el coyote o el guajolote. En los pueblos nahuas se contaba que los grandes sacerdotes podían desprenderse de su cuerpo durante el sueño y recorrer los caminos como bolas de fuego, vigilando los destinos de los suyos. En los relatos recopilados en Tlaxcala aún se recuerda al nahual del cerro de Tepozotlán, quien —según los ancianos— descendía cada año en la víspera de Todos los Santos convertido en coyote, dejando huellas de fuego sobre la tierra húmeda.

Hernando Ruiz de Alarcón (1984) recogió también testimonios de esta creencia en su Tratado de las supersticiones y costumbres gentílicas, donde narra el caso de un hombre que, al amanecer, fue hallado cubierto de heridas idénticas a las que presentaba un jaguar golpeado la noche anterior. La comunidad comprendió entonces que el animal y el hombre eran uno mismo: el nahualli había sufrido en su doble forma. Para los cronistas cristianos aquello era prueba de brujería; para los pueblos originarios, era una manifestación del lazo sagrado entre cuerpo, espíritu y naturaleza.

Alfredo López Austin (1990) explica que esta dualidad provenía de la noción de tonalli, energía solar que acompaña al individuo desde su nacimiento y que puede asumir forma animal. Si el tonalli se debilita o se separa del cuerpo, el ser humano enferma o muere. Así, el nahual no es un hechicero, sino un vínculo viviente con el universo animado. Su poder radica en reconocer la continuidad entre la carne y el espíritu, entre la tierra y el fuego, entre la vida y la muerte.

En comunidades contemporáneas de México, el mito del nahual sigue vivo. Patricia Torres Cruz (2007) recoge en Veracruz la historia de un anciano que, cada noche de difuntos, era visto caminando descalzo entre el humo de las velas, seguido por un perro negro que nadie más reconocía. Decían que, al morir, ambos fueron enterrados juntos, pues su espíritu no podía separarse. En los pueblos mixtecos aún se afirma que algunos niños nacen con la marca de su animal, y que ese compañero invisible los guía durante toda su existencia.

El simbolismo del nahual cobra especial fuerza en el Día de Muertos, cuando el mundo visible se entrelaza con el invisible. En esa frontera de incienso y memoria, los nahuales son guardianes de los caminos del alma, protectores que acompañan a los difuntos de regreso al hogar. Como afirma León-Portilla (1980), comprender su figura es “reconocer una filosofía donde lo humano y lo divino se confunden, porque ambos son parte del mismo tejido del ser”.

Así, entre historias, rezos y silencios, los nahuales continúan recorriendo los senderos del México profundo. No son figuras del pasado, sino custodios del misterio: recordatorios de que todo ser posee una parte oculta que respira en los bosques, en los animales y en los sueños. Y cada Día de Muertos, cuando las velas se encienden, quizá uno de ellos —jaguar, tecolote o coyote— vuelve a caminar entre nosotros, recordándonos que el alma nunca viaja sola.

En la cosmovisión purépecha, Pátzcuaro no es solo un lugar geográfico; es la "Puerta del Cielo" (Patzcuarhu), el punto liminal donde el mundo de los vivos y el de los muertos se tocan. La celebración de la Noche de Muertos en esta región lacustre de Michoacán es, quizás, la expresión más profunda de este concepto. A diferencia de otras festividades en México, lo que ocurre aquí la noche del 1 de noviembre no es un evento aislado, sino la culminación de un año de memoria que ha resistido siglos.

La tradición, conocida localmente como Animecha Kejtzitakua (ofrenda a las almas), posee una base prehispánica sólida que se distingue del resto del país. El pueblo purépecha ya rendía un culto solemne a sus difuntos en otoño, coincidiendo con el ciclo agrícola, mucho antes de la evangelización. Esta base cultural no fue erradicada, sino que se fusionó con las prácticas católicas de Todos los Santos y los Fieles Difuntos. El resultado es un ritual donde la espera y el recibimiento del alma tienen un peso tangible, palpable en el aire denso de copal y cempasúchil.

La celebración en la ribera del lago es, fundamentalmente, un acto comunitario. La preparación de la fiesta comienza mucho antes de que lleguen los visitantes. Estudios etnográficos enfocados en Janitzio detallan que cuando una persona de la comunidad fallece, la familia inicia un ciclo ritual que culmina en la Noche de Muertos. Se realiza un novenario dirigido por una figura clave: el "rezador" o "rezandero". Esta persona, un pilar de la cohesión social, guía las oraciones y mantiene la estructura espiritual de la espera.

La comida es central en este proceso de comunión. La preparación de alimentos específicos, como los tamales de maíz rojo, no solo se colocan en la ofrenda, sino que se reparten entre las familias y los visitantes. Este acto de compartir refuerza los lazos comunitarios y convierte el luto en una responsabilidad compartida.

La ofrenda, conocida en la región como tupátzkua, se monta con un simbolismo estricto. El arco de flores de cempasúchil representa el portal entre los mundos. Las velas, contadas a veces por miles en los panteones de Tzintzuntzan o la isla de Janitzio, son la luz que guía el camino del alma de regreso a su hogar. No se trata solo de recordar, sino de recibir.

La noche del 1 de noviembre, la atmósfera del lago se transforma. Uno de los rituales más conmovedores es la vigilia de los pescadores. Las canoas, tradicionalmente de madera, se adentran en el lago en silencio, iluminadas únicamente por velas. Los pescadores avanzan mientras cantan y comparten historias de sus difuntos, convirtiendo el agua misma en un altar flotante. Esta procesión acuática es un diálogo directo con el entorno que les da sustento y, en su cosmovisión, también acoge a las almas.

En paralelo, persisten tradiciones que denotan la profundidad del sincretismo. La "caza del pato sagrado", aunque regulada, se realiza de forma tradicional con lanzas (ataras). Este pato no es una presa común; es un alimento ritual destinado específicamente a las ofrendas para las almas que llegan. Asimismo, la Danza de los Viejitos, ejecutada en plazas y panteones, es una representación filosófica del ciclo de la vida, donde la vitalidad juvenil se esconde tras la máscara de la vejez, simbolizando la eternidad del espíritu más allá del cuerpo físico.

Para los habitantes de Pátzcuaro, la Noche de Ánimas no es un espectáculo. Es el momento más solemne del año, una noche de hospitalidad espiritual en la que vivos y muertos se sientan a la misma mesa, unidos por la comida, el rezo y la luz de una vela.

El origen de las leyendas y narraciones sobre brujas que conocemos en la actualidad tiene fuertes raíces en la cosmovisión prehispánica. Si bien, es sabido que las prácticas rituales asociadas a poderes extraordinarios y la religión en esa época estaban estrechamente vinculadas, pues la magia y la adivinación eran considerados atributos valiosos para mantener el orden cósmico, las mujeres a las que se les atribuía un carácter siniestro y maligno tenían características que no estaban directamente asociadas con lo que hoy llamamos brujería.

Podemos hablar, por ejemplo, de que las mujeres muertas o en el momento de dar a luz eran de suma importancia en la cultura prehispánica, quienes estaban estrechamente relacionadas con el inframundo, además de ser consideradas guerreras muertas en combate.

Los días dedicados a recordar a estas divinas difuntas caían en una fiesta movible y bajaban a la tierra aquellas que habían muerto en los últimos cuatro años y para quienes todavía se guardaba el luto. Para honrarlas, se disponían ofrendas con comida, agua y copal.

Entre ellas estaban las cihuateteuh, quienes, además, descendían en otras fechas durante el crepúsculo, en las encrucijadas de caminos, donde confluía la energía de los cuatro horizontes cardinales. Durante estos días, la gente no salía de sus casas por temor a toparse con ellas. Se dice que «se ensañaban especialmente contra los niños, ya que, por traer uno de ellos a la vida, habían encontrado a muerte».

También, el tecolote, conocido como un animal que anuncia la muerte, se asocia a las mujeres que morían en dichas circunstancias. El mito de las Mocihuaquetzqueh, quienes específicamente morían en el curso de su primer embarazo o primer parto, es aún más funesto, pues el día en que bajaban a la tierra, los condenados a muerte eran ejecutados, como parte de un ritual de purificación. Además, se dice que pedían ofrenda de niños dibujados en papeles pintados en ciertas fechas, narración que se fue modificando con el paso del tiempo.

Además de estas figuras, encontramos también a las Mometzcopinquis, mujeres que representaban a dos divinidades del panteón mexica: por su fecha de nacimiento, a Quetzalcóatl, y por su disfraz, a Tezcatlipoca.

De acuerdo con los relatos, este personaje guardaba sus piernas y la sangre de los recién nacidos en el tlecuilli, espacio vinculado al dios más antiguo del panteón mexica: Huehueteótl.

Tras la Conquista, las órdenes religiosas evangelizadoras vieron similitudes entre estas figuras prehispánicas y las brujas europeas: ambas salían de noche, volaban, tenían la capacidad de transformarse, elaboraban pociones, lanzaban enfermedades y maldiciones, especialmente a infantes. Se les atribuyó también el consumo de sangre de infantes no bautizados como parte de su contrato con el Diablo.

En la tradición oral, se cree que, para evitar su ataque, es necesario realizar una serie de

• Agua y navaja, así como tijeras y agujas para tejer en forma de cruz, para impedir su entrada a los hogares.

• Sombrero bocarriba: En el mundo prehispánico, se consideraba que los Tlatlacatecolos podían ser vencidos al cortar el cabello de la coronilla de la cabeza; el uso del sombrero sustituye esta acción, impidiendo que utilice sus poderes.

• Ocote en cruz: Este no sólo contiene las acciones de la bruja, también impide su fuga y facilita su captura.

• Quemar las piernas de la bruja, para evitar que se transforme al llegar a su hogar en la mañana.

Así, tanto las Mocihuaquetzqueh como las Mometzcopinquis, en tanto figuras demonizadas a partir del discurso surgido durante la colonia, se convirtió en piedra angular para la conceptualización del arquetipo actual de la bruja en México.